martes, 3 de mayo de 2011

La sobriedad

por Marta Arrechea Harriet de Olivero
La virtud de la sobriedad, hija de la templanza, “entendida de una manera general, significa la moderación y templanza en cualquier materia, pero en sentido propio o estricto, es una virtud especial que tiene por objeto moderar, de acuerdo con la razón iluminada por la fe, el uso de las bebidas embriagantes”.(1)

La virtud de la sobriedad “distingue entre lo que es razonable y lo que es inmoderado y utiliza razonablemente sus cinco sentidos, su dinero, sus esfuerzos, etc, de acuerdo con criterios rectos y verdaderos”. (2)
Dicho en otras palabras, es la virtud que modera y distingue entre lo que es razonable y lo que es inmoderado, para que utilicemos razonablemente los cinco sentidos, el tiempo, el dinero, y hasta los esfuerzos.

La sobriedad es el mundo de la mesura. Tiene que ver con la “medida”, con el “tanto y cuanto” de San Ignacio. Puedo utilizar de las cosas y los sentidos “en tanto y en cuanto” me ayuden a ir a Dios y al Bien, “ y debo quitarme de ellas en tanto y en cuanto me impidan o desvíen de alcanzar el Bien”.

Es imposible vivir cristianamente y crecer en la vida espiritual si estoy atado a los placeres humanos de una manera desordenada, ya que el embotamiento de los sentidos impide y entorpece sobremanera la vida del espíritu. Es lícito tener buen gusto, cultivar el poder rodearse de cosas bellas y disfrutar de los bienes y placeres que Dios nos ha permitido que tuviéramos, pero para vivir en cristiano el placer no debe ser la meta de la vida, sino usar de ellos moderadamente de manera que no me distraigan de mi camino al cielo.

Para vivir en cristiano hay que luchar contra la esclavitud de los sentidos. Hay que conocer y vivir los valores que permitan mirar hacia arriba, hacia lo que perdura, hacia el cielo. Por lo tanto hay que buscarlos, usando la inteligencia y la voluntad.

Lo que constatamos con mas facilidad son los placeres, la comodidad, la satisfacción de los sentidos, los caprichos y lo que sentimos es lo que llevamos en nuestro cuerpo. No quiere decir que el hombre virtuoso, sobrio, no pueda ser espontáneo, ni pueda disfrutar, ni llorar, ni expresar lo que siente. No es que deba ser insensible, indiferente, como si fuera de hielo o de piedra. La sobriedad es luchar contra el deseo de dar al cuerpo siempre lo que quiere en orden al placer.

La falta de sobriedad estará en relación a la importancia que cada uno le dé a sus propios placeres y caprichos. Entendemos como caprichos a los deseos superficiales, innecesarios, desproporcionados, sin la reflexión necesaria, que nacen de decisiones momentáneas sin justificación alguna. Como el hacerme la cirugía estética a los ochenta años porque quiero verme más joven, o el mandarme a hacer los zapatos a mi medida, (salvo que tengamos un problema específico), porque ninguna zapatería del país me satisface.

No es bueno para el alma ver todo lo que puede verse, ni oír todo lo que puede oírse, ni comprar todo lo que podemos comprarnos, ni aún comer y beber todo lo que tengamos enfrente.
La persona sobria se quedará siempre con lo necesario, y es la sobriedad, hija de la prudencia y de la templanza, la que lo llevará a tomar los debidos recaudos para no pasar la medida en donde el hombre pierde el control de sí mismo. Esto es evidente en la comida y en la bebida. Cuando nos excedemos en la medida el cuerpo se “venga” y nos sentimos mal. Pero esto se extiende en todos los órdenes: en los gastos, en las diversiones, en los gastos superfluos como revistas, hebillas, pulseritas, anillitos, remeras, bebidas, CDs. En los gustos y caprichos que nos demos, en el uso del tiempo, del teléfono, de las docenas de mensajitos diarios en los celulares y hasta en las demostraciones efusivas y desproporcionadas de los afectos. La sobriedad nos permite manejar esa medida en todos los órdenes, pero se nota especialmente en el comer y en el beber.
No se trata de no poder comer ni tomar lo que nos guste sino en la cantidad y con la mesura con que lo hagamos. La persona sobria sabrá distinguir entre lo que puede y lo que debe con naturalidad en todas las pequeñas opciones de la vida diaria.
Los jóvenes especialmente, consideran esta virtud intrascendente, porque tienden a no privarse de los placeres que tienen al alcance de sus manos. Toda la cultura actual tan anticristiana los incita nada más que a satisfacer todos sus deseos y caprichos sin privarse de nada. Viven envueltos e inmersos en la cultura de las “ganas” y del “me gusta”. Lo han oído y lo escuchan todo el día desde todos los medios de comunicación, en las conversaciones aun de los adultos y hasta en el ámbito de la educación y lo tienen ya impregnado. Hacen lo que tienen “ganas”, leen hasta donde tienen “ganas”, toman lo que tienen “ganas” y dejan en el plato de comida también lo que tienen “ganas”. Vemos en los supermercados aún a los niños de tres años haciéndole comprar a los padres lo que tienen “ganas” de tener y a los padres cediendo al mandato...

Debido a los avances de la técnica y el confort, el ataque a la sobriedad en estos últimos años se ha desbordado en todos los órdenes. Desde el no poder saciar jamás la sed tomando simplemente agua fresca, hasta las gomas de borrar para el colegio con distintos olores, (a frutilla, a banana o a mandarina), las mochilas del colegio con infinitos detalles superfluos e innecesarios, hasta las zapatillas con luces fluorescentes que se encienden y se apagan, celulares con todo tipo de opciones musicales como llamado, las calcomanías que se pegan en las piernas y en el cuerpo. Todo esto que parece inofensivo es altamente destructivo para la virtud de la sobriedad. Todo esto, se agrava porque está inculcado especialmente y desde la etapa de formación, generando una saturación de los sentidos en todos los órdenes.

El vicio opuesto a la sobriedad es lo inmoderado, lo exagerado. Esta falta de sobriedad hoy es estimulada desde la infancia, con cuartos repletos de juguetes de moda, con la interminable cadena de mensajitos constantes en los celulares para estar comunicados todo el tiempo, continuamente y para decir que estamos “en casa de Mariana”... y al rato otro mensaje “tomando un mate”... Este hábito se ha llevado hasta los celulares en manos aún de criaturas de dos años que aprietan un botón y se comunican con sus madres. Todo esto atenta aún contra la virtud cardinal de la templanza, del saber dominarse, de la paciencia que debiera inculcarse desde la infancia, y genera una intemperancia de darle satisfacción inmediata a los sentidos, a los deseos, a los caprichos que invaden nuestras vidas y las ajenas. Un celular recibiendo mensajitos continuamente invade los almuerzos familiares, las conversaciones y los momentos de confidencias que pueden generarse, interrumpiendo constantemente las vidas ajenas. Todo es superfluo, inmediato, y genera una dependencia innecesaria. Ata al espíritu y lo somete a la materia, arrasando con el señorío propio de las personas que se conducen en la vida sobriamente y dueñas de sí.

Notas:
(1) “Teología de la perfección cristiana”. Rvdo. P. Royo Marín. Editorial BAC. Pág 607.
(2) “La educación de las virtudes humanas”. David Isaacs. Editorial Eunsa. Pág. 209.


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