martes, 15 de abril de 2014

¿Cómo sabes? una reflexión sobre razón y experiencia

Conversar acerca de las pruebas de la existencia de Dios, suele provocar un efecto muy peculiar en algunos escépticos: repentinamente sufren de una desconfianza aguda en la capacidad de la lógica para demostrar algo. Nos dicen “Puede que esos argumentos estén bien, pero no son más que argumentos, devaneos filosóficos que no significan nada en la realidad. Para eso deberías tener pruebas científicas de la existencia de Dios”.


Lamentablemente, esa actitud nos arroja en los amplios campos de la epistemología, es decir el estudio de lo que podemos conocer y cómo podemos conocer, que no siempre son una lectura ágil y amena.  Acompáñenme en un recorrido por las fascinantes llanuras de la epistemología, mientras examinamos los medios a través de los cuales adquirir conocimientos acerca de la realidad.

La primera y más básico de conocer es la experiencia, que da lugar al llamado conocimiento empírico, porque él pertenecen todas aquellas cosas que conocemos a través de los sentidos y las sensaciones. Así sé qué es el color azul, qué desayune hoy y cuál es el sonido de las teclas al escribir esto. A esta categoría pertenecen también nuestras emociones y sensaciones, como el amor, y que podemos tener por ciertas en indudables, aunque sean difíciles de demostrar a los demás.

La fuerza del conocimiento empírico radica en que está a disposición de todos, y no requiere más que contar con los sentidos adecuados para percibir la realidad: si alguien quiere decirnos que hay un perro verde, basta con que nos lo muestre, y si lo hace, por extraordinaria que sea una afirmación, tendríamos que darla por cierta. La escuela filosófica que enfatiza la certeza que nos entregan los conocimientos que adquirimos directamente a través de los sentidos se llama empirismo (representado aquí por David Hume).

Sin embargo, no todo podía ser tan fácil, ya que esta forma de conocer también tiene serias limitaciones.

En primer lugar, sabemos que los sentidos no son totalmente confiables pues pueden entregarnos información alterada (por ejemplo a causa de enfermedades), luego el cerebro puede distorsionar la información que recibimos (la forma más común se conocen como las ilusiones ópticas, pero hay muchas más), y finalmente la memoria de nuestra experiencias a veces se ve alterada, incluso por factores tan comunes como el mero paso del tiempo, pero también por nuestras emociones u otros recuerdos.

En segundo término, no debemos olvidar que las experiencias siempre son particulares y personales, de modo que un empirista estricto no puede contar con las experiencias de otros para aumentar su propio conocimiento, ni tampoco extraer conclusiones generales a partir de sus propias vivencias.

Finalmente, por toda la información que puede entregarnos la experiencia, ella es de escasa utilidad, porque no puede extrapolarse, y por sí sola nunca puede decirnos nada acerca del futuro. Nadie puede experimentar lo que todavía no ha sucedido.

Todas estas desventajas del conocimiento estrictamente empírico, nos llevan a buscar otra forma de conocer la realidad, que sea más universal y segura, y así nos arribamos a la razón, es decir, el conjunto de principios y reglas que nos indican la forma correcta de pensar.

A esta forma de conocer pertenecen los principios de la lógica –como el de no contradicción, y de identidad–, y el enorme aporte de las matemáticas. Por ejemplo, cuando alguien asegura que dos más dos son cuatro, lo que está haciendo es aplicar el principio de identidad para explicitar algún aspecto de la definición del número dos y del concepto de adición, lo que le permite llegar a la respuesta “cuatro”. O cuando se afirma que es imposible un círculo cuadrado, para lo cual basta pensar en el concepto de “círculo” y “cuadrado”. Su gran ventaja radica en que nos permite llegar a conclusiones válidas en todo tiempo y lugar, a reglas generales que a su vez nos otorgan certeza acerca del futuro.

La seguridad de este tipo de conclusiones ha dado lugar a la escuela racionalista (inaugurada en tiempos modernos por René Descartes), que desconfía de la información que entregan los sentidos y las emociones, considerándola demasiado incierta, y un conocimiento de segunda clase, y pone a la razón por sobre toda otra forma de conocimiento.

Sin embargo, el racionalismo tampoco está exento de críticas. De partida, si bien todos usamos la lógica hasta cierto punto, es indudable que se requiere cierto grado de adiestramiento para ir más allá de sus funciones más básicas, y las herramientas avanzadas de la lógica formal o las matemáticas simplemente no son evidentes para todos. Dicho de otro modo, nuestro cerebro, el órgano que usamos para aplicar la razón, tiene serias limitaciones. Sinceramente, muy pronto llega un punto en que la lógica y la matemática dejan de ser algo evidente, y al común de los mortales no nos queda más que confiar en lo que nos dicen los que han dedicado su vida a estudiar sus problemas, y cuentan con la capacidad mental para entenderla.

Desde este punto de vista, empirismo y racionalismo están enfrentados como una imagen en un espejo: la experiencia nos entrega información accesible a todos, pero incierta; mientras que la razón nos entrega información muy segura, pero que pocos pueden reproducir y entender. En un juicio, estos dos enfoques están representados por los testigos y los peritos: el testigo entrega datos que él mismo vio, pero puede estar mintiendo; el perito rara vez alterará la información que entrega, pero al juez solo le queda confiar en que sus conclusiones sean válidas, al tenor de su conocimiento científico especial.

Claro, uno podría decir: “Mala suerte, que no todos puedan entender un argumento o demostración matemática no es motivo para decir que sea inválido, la razón todavía es una forma de conocer la realidad muy segura”. Pero existe otra crítica más sutil a la razón, que surge cuando nos preguntamos si podemos la razón misma tiene la capacidad de decirnos algo acerca de la realidad. Después de todo, nuestros cerebros han sido condicionados por todo un largo proceso evolutivo, y muchas veces lo que nos parecía evidente se ha tornado falso.

El problema es que intentar demostrar implicaría intentar demostrar la validez de la razón misma, pero toda demostración usa la razón para ir de una premisa a otra, pero en este caso esa forma de proceder sólo nos daría un argumento circular: para demostrar que la razón es confiable, usaríamos las herramientas que ella misma nos entrega.

Para salir de este círculo vicioso podríamos recurrir a la experiencia, y decir que ella nos muestra que la razón nos ha entregado información valiosa en el pasado, pero ya hemos visto que ninguna conclusión empírica puede válidamente generalizarse, ni la experiencia permite arribar a alguna conclusión más allá de ella misma. Dicho de otro modo, aunque la experiencia nos diga que la razón nos ha servido en el pasado, nada nos asegura que eso sea cierto en el futuro, ni menos en general.

¿Cómo salir de este atolladero? ¿Acaso nunca podremos estar seguros de nada? Muchos han dicho que sí y derivado por lo tanto en el solipsismo, doctrina filosófica que sostiene que la única realidad cierta soy yo.

Pero tal vez haya otra salida.

Por Pato Acevedo

Fuente: Le Esfera y la Cruz.

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