jueves, 5 de marzo de 2015

Consolar la sed infinita

Lo que nos salva en el camino es sentirnos amados y escogidos


Los hombres queremos retener los momentos de paz, de belleza. Siempre queremos que el amor sea eterno. Porque, aunque nosotros somos limitados, en realidad, soñamos con «para siempres», y deseamos que lo verdadero no pase nunca, se quede, se guarde dentro.

Esa es nuestra grandeza, aunque también nos hace tener una sed infinita. En el cielo será así.

Creo que la Cuaresma es una ida al desierto, o al monte, para que Dios seduzca de nuevo nuestro corazón. Es una vuelta a la intimidad con Él para revivir nuestro primer amor. Para que abra en nuestro corazón una ventana al cielo.

¿No es cierto que el amor primero, si no se cuida, se enfría y muere? Estos cuarenta días son una oportunidad para amar más, para decirle a Dios cuánto le queremos. Para escuchar en nuestro corazón su voz que nos busca y necesita: «Este es mi Hijo amado». 

Como el otro día leía, Jesús anuncia a los suyos una razón para la esperanza: «Dios ya está aquí buscando una vida más dichosa para todos. Hemos de cambiar nuestra mirada y nuestro corazón»[4]. 

Jesús viene a mostrar una nueva forma de vivir. Nos hace ver en el monte para qué hemos sido creados. Dios quiere que aprendamos a dar la vida por amor: «Quiere ayudarles a intuir cómo es y cómo actúa Dios, y cómo va a ser el mundo y la vida si todos actúan como Él»[5].Volver al primer amor es fundamental para cambiar, para entregar la vida sin miedo.

Lo que nos salva en el camino es sentirnos amados y escogidos. Esa certeza de que no soy un número, de que Jesús me necesita para compartir su vida, es el agua que calma mi sed del desierto.

Todos necesitamos en un momento sentir esa llamada personal de Jesús a estar con Él, a mostrarnos quién es. Necesitamos que nos diga que quiere compartir su vida y su corazón con nosotros. Su amor sana mis heridas y consuela mi sed de amor.

Jesús nos invita a ser hijos. A sentirnos como hijos en las manos de Dios. Hijos confiados y alegres. Como esos niños que saben que toda su vida está en las manos de Dios.

Hacemos nuestras las palabras del Padre José Kentenich: « ¿Por qué Dios, si le pedimos con espíritu filial corresponder a sus mociones íntimas y librarnos con su gracia cada vez más de todas las malas inclinaciones y del propio egoísmo; por qué, digo, no va a regalarnos siquiera ese feliz estado en el cuál, sintiendo la cercanía de Dios, sin pronunciar muchas palabras, nos detendremos dichosos y endiosados en esta sola expresión: ¡Abbá!, ¡Padre querido!?»[6]. 

Un espíritu de hijos generosos y entregados. Un espíritu que nos lleva a exclamar que estamos bien y felices donde estamos. ¿Nos sentimos hijos de Dios en lo más hondo del alma?

¿He exclamado en algún lugar o alguna vez que estoy tan bien allí que no quiero dejar ese lugar? ¿Dónde descanso y me siento en casa? No podemos volver al primer amor a Dios en nuestra vida si nunca hemos estado enamorados de Él.

Necesitamos lugares y personas que nos hablen del cielo. Necesitamos miradas que nos lleven a lo más alto. Que nos hablen de una esperanza que no es caduca, que no pasa, sino que permanece para siempre.

Queremos abrazos eternos, que no cesen nunca. Y amores que duren toda una vida eterna. Necesitamos echar raíces en hogares donde poder ser libremente como somos. Necesitamos decir muchas veces: « ¡Qué bien estamos aquí!». 

Hacemos memoria. Recordamos esos lugares en los que el corazón se sintió encajado, querido, abrazado. Miramos nuestra vida y, con cuentagotas, dejamos caer la vida llena de luz ya vivida.

Queremos volver al monte. No importa si Moria o Tabor. Queremos volver a los recuerdos atados con pasión en el alma. ¡Qué importante es recordar el amor de Dios en el alma, el amor de Dios en personas, el amor de Dios en lugares y sueños! Ese amor de Dios que llena el pozo de mi corazón para que pueda dar vida.

Necesitamos un padre en quien descansar. Necesitamos volver a confiar y no perder nunca la esperanza. Nos recuerda san Pablo lo esencial: «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?». 

Dios está conmigo cada día, todos los días. Abrazo la esperanza en ese Jesús que camina a mi lado. ¿Cómo voy a dudar? 

Padre Carlos Padilla.

Fuente: Aleteia.

No hay comentarios:

Publicar un comentario