jueves, 28 de julio de 2016

Algunas consideraciones acerca de "Amoris Laetitia"

Prof.  María Teresa Rearte  (*)
El 19  de marzo del año en curso el Papa Francisco dio a conocer la exhortación apostólica postsinodal “Amoris laetitia”, sobre el amor en la familia.
        No obstante la expectativa que motivó, el documento no resulta clarificador con relación al matrimonio en la hora actual. Sino que ha dejado instalada la confusión, a la luz de la enseñanza católica ya conocida. Y surgen numerosos interrogantes. Por lo que, con el debido respeto por el  Sumo Pontífice, deseo formular algunas consideraciones.
       Se ha dicho que el documento no cambia la doctrina; sino que es de carácter pastoral, en cuanto a los divorciados en nueva unión, civil o de hecho, lo cual incluye una diversidad de formas de existencia. Pero lo primero que se me ocurre plantear es que la praxis pastoral debe fundarse en la doctrina de fe. Y no puede apartarse de la misma.
       El documento, particularmente en el capítulo octavo, titulado “Acompañar, discernir e integrar  la fragilidad”, plantea serios interrogantes y reparos. Los que tienen que ver con la misión de la Iglesia, de hacerse cargo de la fragilidad de sus hijos. De todos sus hijos. Tema que el Papa vincula con el año jubilar dedicado a la misericordia, sobre lo cual también se advierte cierta ambigüedad. La misericordia no es una licencia para seguir en el mal; sino para iniciar un proceso de cambio o conversión, como se desprende de la praxis de Cristo con los pecadores que encontraba en su camino. 
       En el Nº 295 el documento recurre a la “ley de gradualidad”, propuesta por san Juan Pablo II en la  exhort. ap. “Familiaris consortio” , sobre la misión de la familia en el mundo actual (22/11/1981), Nº34. En la cual, Juan Pablo II dice que “la ley de gradualidad o camino gradual no puede identificarse con la ´gradualidad de la ley´, como si hubiera varios grados o formas de precepto en la ley divina para los diversos hombres o situaciones.” La ley de gradualidad alude al proceso que todo cristiano vive en cuanto a la propia conversión, con el auxilio de la gracia, su libre decisión y de acuerdo al camino que la ley moral le indica. 
      La lógica que preside la relación del hombre con Dios no está definida en los términos de la condenación para siempre. La relación del hombre con el bien, y por lo tanto con Dios,  es la de una búsqueda nunca acabada, tanto para el caso de la defección moral como de la propia perfección. Esto hasta la hora de la muerte, en la que el hombre debe definir su ethos o figura moral de modo definitivo.
      Los divorciados en nueva unión, civil o de hecho por la sola convivencia, en situaciones muchas veces complejas y aún dolorosas, no están excluidos de la Iglesia. En este sentido conviene aclarar que nuestra incorporación y pertenencia a la Iglesia puede ser plena, en aquéllos que aceptan  íntegramente la fe, los sacramentos cristianos y la autoridad de los legítimos pastores (Cfr. Const. Dogm. Lumen Gentium, 14). O puede ser incompleta, cuando falta alguno de los elementos antes citados. Esto no significa que se esté excomulgado; sino que hay un inconveniente que impide la plena comunión en la Iglesia, pero que no priva de la posibilidad de la vida de fe propia y de la educación de los hijos en la misma, tanto como de la vida de oración,  la participación en las obras impulsadas por la caridad fraterna, etc.
      Dice el Papa que “un pastor no puede sentirse satisfecho aplicando leyes morales a las personas que viven en situaciones que podríamos llamar ¨irregulares¨…Es el caso de los corazones cerrados que suelen esconderse detrás de las enseñanzas de la Iglesia´para sentarse en la cátedra de Moisés y juzgar con superioridad y superficialidad, los casos difíciles y las familias heridas¨305)” Tampoco la razón de ser de la ley moral es ser una especie de receta para vivir. Sino que indica un camino, propuesto al ser inteligente y libre, que es la persona humana. La cual debe realizar su propia opción frente al bien.
     El Papa señala con particular empeño la necesidad del primado de la caridad, en la práctica de la enseñanza moral cristiana. Lo cual no está en discusión. Pero el paradigma evangélico mostrado por Cristo dice: “yo tampoco te condeno… vete y no peques más.” (Jn 8,11) Es sabido que frente al pecado muchas veces somos reincidentes. Pero eso no quita que debamos poner nuestro empeño para enmendar la vida. El propósito de enmienda es una condición para la confesión sacramental. El cambio, la conversión, es de hecho algo que los divorciados en nueva unión no pueden realizar. No necesariamente por mala voluntad. Sino por la complejidad de las situaciones familiares en las que se encuentran unos y otros. Y de las cuales no pueden salir sin consecuencias para los demás miembros del grupo familiar.
     El Papa destacaba también que la Eucaristía “no es un premio para los perfectos sino un generoso remedio y un alimento para los débiles.” (Exhort.ap. Evangelii gaudium, Nº44) Personalmente no sé si alguien puede pensar que la Eucaristía es un “premio” merecido por la “perfección”. Por el contrario, nuestra personal indignidad es confesada en el rezo común del sacerdote y los fieles que en la Misa dicen, en la preparación para la Comunión: “Señor, yo no soy digno de que entres en mi pobre morada; pero una sola palabra tuya bastará para sanarme”.
       Conviene decir que la confusión sembrada por “Amoris laetitia” llega al máximo en cuanto a la comunión de los divorciados en nueva unión.  Parece ser que tanto quienes están a favor como los que se oponen, están seguros de que la Iglesia no ha modificado su doctrina en la materia.
      Vuelvo al tema de la confesión sacramental, donde la reconciliación necesaria para acceder a la Comunión, sólo la pueden alcanzar quienes asumen el compromiso de vivir en plena continencia. Esto es, de abstenerse de los actos propios de los esposos. Lo cual no es sólo una cuestión moral; sino que es también una cuestión ontológica, porque ambos cónyuges se unen para ser dos en una sola carne, mediante los actos propios de quienes son esposos.
       En este punto deseo destacar que el único lugar digno para dar vida a una persona humana es el que genera la conyugalidad de la vida marital. De tal modo que la conyugalidad y el don de la vida son inseparables e interdependientes.
       No obstante, en la práctica, se ha llegado al ejercicio sexual que excluye la vida, por cualquier medio. Y también a ´producir´niños en un laboratorio. Por lo que aquello de procreación técnicamente asistida debería designarse lisa y llanamente como procreación artificial. No hay asistencia médica, sino un reemplazo de los actos propios de los esposos en la vida conyugal, por los medios que la tecnología médica actual provee.
       La realidad muestra que hay personas divorciadas y vueltas a casar, que quieren de todos modos seguir viviendo como marido y mujer. Pero ¿implica esto que todo lo enseñado hasta ahora por el Magisterio eclesial ha sido abolido? ¿Qué no cuenta más? Recordemos algo de lo enseñado precedentemente. Por ejemplo, por san Juan Pablo II en “Familiaris consortio”: La reconciliación en el sacramento de la penitencia –que les abriría el camino al sacramento eucarístico- puede darse únicamente a los que, arrepentidos de haber violado el signo de la Alianza y de la fidelidad a Cristo, están sinceramente dispuestos a una forma de vida que no contradiga la indisolubilidad del matrimonio. Esto lleva consigo concretamente que cuando el hombre y la mujer, por motivos serios –como, por ejemplo, la educación de los hijos-, no pueden cumplir la obligación de la separacion, ¨asumen el compromiso de vivir en plena continencia, o sea de abstenerse de los actos propios de los esposos. “ (Nº 84) En esa misma línea se expresa san Juan Pablo II, en la Exhort.ap. “Reconciliatio et paenitencia”, sobre la reconciliación y la penitencia en la misión de la Iglesia hoy, en el número 84. Y así podríamos citar otras definiciones del Magisterio.
       La enseñanza permanente de la Iglesia ha sido reiterada en la encíclica “Veritatis Splendor” de san Juan Pablo II, sobre algunas cuestiones fundamentales de la enseñanza moral de la Iglesia. La que, en el número 79, sostiene la existencia de normas morales que no permiten ninguna excepción. Y que prohíben la realización de actos que son intrínsecamente deshonestos, como es el caso del adulterio. Valga citar el número 81, en el que el Papa Juan Pablo II recuerda que “la Iglesia, al enseñar la existencia de actos intrínsecamente malos, acoge la doctrina de la Sagrada Escritura. El apóstol Pablo afirma de modo categórico: ¨¡No os engañéis! Ni los impuros, ni los idólatras, ni los adúlteros, ni los afeminados, ni los homosexuales, ni los ladrones, ni los avaros, ni los … heredarán el Reino de Dios.¨(1Cor 6, 9-10)” Las citas pueden ser más extensas. Pero lo dicho es suficiente para comprender que la enseñanza tradicional es verdadera, y que no puede ser abrogada por la Exhort. Ap. “Amoris Laetitia.”
       La confusión moral introducida por “Amoris Laetitia” conduce al relativismo moral. El hombre se salvaría sea cual fuere la religión o la creencia que tuviere. Por todo lo expuesto es necesario tener en claro la naturaleza no magisterial de la Exhort. Ap. “Amoris Laetitia”. La que sólo podría ser cuidadosamente interpretada a la luz del Magisterio de la Iglesia que le precede. Lamentablemente parece ser que el Papa Francisco ha seguido la opción alemana sobre el matrimonio, sostenida por el cardenal Walter Kasper.  Por lo que, salvando el respeto y la caridad debida a las personas que viven en las situaciones aquí enunciadas, los bautizados debemos tener la seguridad de que el Papa Francisco no está definiendo ninguna verdad relativa a la fe o la moral. Lo suyo es una posición personal, que de ningún modo obliga a su seguimiento. Y con relación a la cual el Sumo Pontífice debería explicarse.
     La situación en la que el matrimonio se encuentra actualmente es trágica. Las leyes civiles han cambiado su definición, dado que han erradicado la dimensión biológica de la persona humana. La conciencia subjetiva de cada persona no debe ser orientada en contra de la verdad objetiva, expresada en las leyes morales. Conciencia y norma moral no están en competencia la una contra la otra. Que la gran sensibilidad que el hombre contemporáneo tiene por la historicidad y la cultura, no nos lleve a invalidar la existencia y valor de las normas objetivas de moralidad.
       
(*) Ex-profesora de Ética en el Instituto San Juan de Ávila (Seminario Metropolitano). Ex-profesora de Ética, de Teología Moral y Ética Profesional, y de Teología Dogmática en la Universidad Católica de Santa Fe. Escritora. 
rb1809@hotmail.com

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