viernes, 26 de agosto de 2016

Del Homo Vulgaris


por Carlos Daniel Lasa
La educación formal, en nuestros días, se ha universalizado quizás como nunca.
La mayoría de los dirigentes políticos han egresado de las universidades. Los denominados profesionales (médicos, abogados, contadores, etc.) se han multiplicado. No pocos docentes han accedido al título de Licenciado. Sin embargo, aunque pueda resultar paradójico, la sociedad actual depende de los dictados del “hombre vulgar”.
¿Quién es el hombre vulgar? El gran filósofo español, José Ortega y Gasset, refería que vulgar es «…aquello que se repite constantemente…». Y añadía: «¿Qué es todo ello sino la forma inerte de la vida?[1]. Ciertamente, si la vida es movimiento, es crecimiento, es perfeccionamiento, la vulgaridad es exactamente lo contrario. Pero, ¿qué vida mata la vulgaridad? Precisamente, la vida espiritual, es decir, aquel movimiento del alma que se origina en uno mismo y que, por medio del conocimiento y del amor, busca cada día ascender.
Frente a esta dinámica perfectiva, el hombre de nuestros días no estudia para ser mejor en lo que respecta a la sabiduría y al bien: sólo estudia para adquirir instrumentos (así llaman al conocimiento) que le permiten dominar una determinada técnica que lo habilita para ganar juicios, hacer balances, gestionar escuelas, etc. Esta visión utilitarista genera “hombres vulgares”, en serie, que sólo son capaces de repetir siempre lo mismo: se trata de un hacer sin fin ejercido siempre dentro de su metier. El hombre vulgar nada sabe de creación ni de recreación: sólo es capaz de repetir, día tras día, la misma letanía de sus ocupaciones centrada en una praxis que le permiten asegurar su vida biológica.
Lo señalado precedentemente, me impulsa a formularme la siguiente pregunta: ¿por qué la actual educación “educa” para la vulgaridad, para la producción de un hombre sólo capaz de repetir siempre lo mismo? La respuesta es sencilla: la educación que supimos conseguir ha perdido la savia generadora de los grandes hombres, de aquellos que estaban ocupados cada día de ser mejores, tanto en el pensar como en el obrar. Cuando la educación formal pasó a contentarse sólo con transmitir aquellas respuestas a los que muchos hombres, a lo largo de los tiempos, habían llegado, pero dejó de enseñar a pensar, o sea, el método a través del cual esos hombres llegaron a dichas respuestas, surgió una mirada masificada, carente de todo impulso creador.
El eros perfectivo fue fagocitado por un eros jornalero deseoso sólo de tener más y más pero incapaz de desear lo mejor. Y como no podía ser de otra manera, la masificación de la mirada desembocó en la masificación del comportamiento. Es que cuando se clausura el pensar se oblitera también la posibilidad de que uno sea diverso entre los iguales. Pascal afirmaba que la originalidad de los hombres es directamente proporcional a su capacidad de pensar, a su capacidad de discernimiento[2]. Siento cierto prurito cuando colegas universitarios se expresan por los medios de comunicación para decir lo que todo el mundo dice, mostrando que la misma universidad ya no es capaz de formar personas con una mirada cualificada.
El eros jornalero aniquila toda perspectiva universal y se traduce en la conformación de un hombre sin densidad, incapaz de trascender su pequeño mundillo asfixiante en el que sólo reina el impulso automatizado carente de toda reflexión. Y un impulso carente de toda reflexión puede fácilmente ser masificado.
Este eros jornalero no puede generar una dinámica perfectiva, sino que cristaliza una chatura dentro de la cual sólo puede decirse y hacerse siempre lo mismo. La inmovilidad reemplaza a la vida, la abulia al movimiento del espíritu. Este último se caracteriza, precisamente, por su inquietud esencial, provocada por ese ferviente deseo de colmar, en alguna medida, el abismo insondable que media entre el deseo de saber de un hombre finito y la existencia de una realidad infinita. Esta dinámica se acrecienta mediante el saber del espíritu humano y le permite al hombre elegir todo aquello que lo mantiene en el camino ascendente hacia su plenitud.
Una universidad en la que la dictadura del eros jornalero siga imponiendo sus pautas será incapaz de generar hombres creadores, hombres que eleven a sus semejantes hacia metas superiores de lo humano. Vuelvo a Ortega: él entendía a la sociedad como la unidad dinámica espiritual que forman un ejemplar y sus dóciles. Y añadía: «Esto indica que la sociedad es ya de suyo y nativamente un aparato de perfeccionamiento. Sentirse dócil a otro lleva a convivir con él y, simultáneamente, a vivir como él; por tanto, a mejorar en el sentido del modelo».[3]
Esperemos que las universidades y la educación en general comiencen a pensarse y realizarse como instancias de perfeccionamiento y no como potentes instrumentos generadores de hombres vulgares.
*

Notas

[1] José Ortega y Gasset. «Azorín: primores de lo vulgar». En Obras Completas de José Ortega y Gasset. Tomo II. El Espectador. (1916-19334). Madrid, Revista de Occidente, 1963, 6ª edición, p. 176.

[2] Blais Pascal. Oeuvres complètes. Préface d’Henri Gouhier. Présentation et notes de Louis Lafuma. Paris, Éditions du Seuil, 1963, Série XXI, 510, p. 575.
[3] José Ortega y Gasset. «España invertebrada. Bosquejos de algunos pensamientos históricos (1921)». En Obras Completas de José Ortega y Gasset. Tomo III (1917-1928). Madrid, Revista de Occidente, 1966, 6ª edición, p. 106.



Fuente: ¡Fuera los Metafíscos! (AGOSTO 7, 2016)

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