domingo, 12 de febrero de 2017

La Nación y la Historia.


por María Teresa Rearte (*)
   Ernesto Sábato decía que pronto “serán más apremiantes las preguntas que nos impondrá la vida respecto de nuestros valores supremos.”
Los acontecimientos le dan la razón. A su vez, la reflexión más sencilla muestra que el hombre es un ser esencialmente vinculado. Incluso la libertad, que puede pensarse como la eliminación de toda forma de vinculación, es la posibilidad que tenemos de establecer aquellos vínculos que cada uno “elige”.
            Las lecturas de la crisis son necesarias, más allá de la diversidad de interpretaciones, porque permiten esclarecer y determinar las causas y los síntomas de esta suerte de disloque generalizado, que nos deja perplejos. La injusticia, comprobamos, cubre nuestro suelo “como cubren las aguas el mar” (Is 11, 9) y a tal punto, que la historia de los últimos tiempos registra pesadas culpas, muchas veces no asumidas, y heridas que aún no cierran.
           “Frente a situaciones tan diversas, es difícil pronunciar una palabra única, como también proponer una solución con valor universal”, decía Pablo VI (OA 4), señalando la necesidad del discernimiento local de las opciones sociales y políticas. Es necesario dejar definitivamente atrás la visión fatalista de la crisis, porque clausura el futuro y disuelve toda expectativa superadora.
            Así como en la vida creyente existe una “noche” de la fe, de modo análogo puede decirse que también hay una “noche” del espíritu en la vida humana en general. Y por lo tanto también en la historia política y el orden de los compromisos de orden civil. La experiencia de la frustración, del desánimo, del fracaso aún antes de empezar, campea el escenario ciudadano. Alguna vez hemos escuchado de boca de algún integrante de un piquete decir: “¿y qué otra cosa podemos hacer si no hacemos lo que hacemos?”, por ejemplo.
            Sin hombres solidarios no habrá verdadera transformación política. No se trata de que cada uno sobreviva como pueda, sino de encarar la empresa de promover una vida digna. Y que esto alcance a todos.
          “Somos testigos, decía el Concilio Vaticano II, de que está naciendo un nuevo humanismo, en el que el hombre queda definido principalmente por la responsabilidad hacia sus hermanos y ante la historia.” (GS 55) Queremos ver hechos concretos. En esa línea y detrás de todos los fenómenos negativos que en principio nos abruman, la conciencia puede y debe ser permeable a la profunda experiencia de lo positivo que es darse cuenta de los límites alcanzados por la historia nacional. Y cómo esa misma realidad de humillaciones y sufrimientos, de egoísmos, infecundidad y sin sentido, se convierte en llamado y desafío para el inicio de una nueva etapa, en la que la novedad histórica emerja de la conciencia misma de la postración en la que se está sumido.
        Los momentos de claridad y bienestar traen alivio. Pero no menos real es que la oscuridad, la confusión y aún la conmoción que se experimentan, son el llamado y la oportunidad para la desinstalación y la imaginación que busca y gesta decisiones superadoras. Las situaciones límites son liberadoras cuando el potencial que se escamotea a la vida y al interés común se descomprime. Valga el ejemplo de la pobreza y las situaciones de catástrofe, donde  y cuando es la solidaridad la que lleva a sobrevivir.
        Desgraciadamente en la Argentina hay quienes, desaprensivamente, son obcecados en sus mezquindades y delirantes en sus manifestaciones, y llevan la vida social y política a un ejercicio de barbarie, que ahonda la incertidumbre y el sufrimiento colectivo. Que, en definitiva, muestra cuán necesitado de conciencia está nuestro presente para iluminar y abrir cauce a la novedad histórica.
         Del joven Heidegger se cuenta que, siendo asistente a la Universidad de Friburgo, pronunció esta frase: “La vida es brumosa, se empaña siempre de nuevo.” Su mención invita al lector a reflexionar en torno a esta suerte de dialéctica entre los momentos de transparencia y la experiencia de la perplejidad, sin llegar, ciertamente, al reposo definitivo.



(*)   La autora ha sido Profesora de Ética, de Teología Moral y Ética Profesional, y de Teología Dogmática en la UCSF. Y de Ética I y II en el Instituto Superior Particular “San Juan de Ávila” (Seminario “Nuestra Señora de Guadalupe”) Es escritora. Y colabora con diario “El Litoral” de Santa Fe.


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