domingo, 26 de febrero de 2017

Wycliffe el precursor (y 2)


En la entrada anterior vimos que para Wycleff la posesión de la autoridad eclesiástica está ligada al estado de gracia y se ve anulada por el pecado mortal. Pero otra de sus tesis condenadas en el Concilio de Constanza se refiere a la potestad política:
15. Nadie es señor civil [...] mientras está en pecado mortal.
Esta tesis no es muy diferente de la explicada en el post anterior. Para W., el estado de gracia es condición necesaria para la titularidad del poder político, de modo que el gobernante que se encuentra en pecado manifiesto pierde su autoridad. 
Las consecuencias anárquicas de la tesis caen por su propio peso:
“…no podía dejar de encontrarse espíritus extraviados hasta el punto de decir: ¡si el pecado mortal hace perder la dominio, y la potestad, no debemos soportar a tal o cual superior, civil o eclesiástico, que, a nuestros ojos, está probado, que es un pecador! Comprendemos muy bien la exclamación del emperador Segismundo en Constanza, cuando le explicaron la doctrina de Juan Hus, copiada de Wyclif: Juan Hus, ¡nadie vive sin pecado!” (cfr. Cristiani, L. Wyclif, en DTC XV, col. 3592).
Al margen del potencial subversivo de esta afirmación cabe preguntarse por qué la Iglesia condenó también este aspecto político de la doctrina de W. Sin excluir otros motivos, lo cierto es que se opone a la S. Escritura: “todos han de someterse a las potestades superiores porque no hay potestad que no esté bajo Dios, y las que hay han sido ordenadas por Dios. Por donde el que resiste a la potestad, resiste a la ordenación de Dios; y los que resisten se hacen reos de juicio” (Rom 13, 1-2). Como apuntaba Straubinger, en la nota correspondiente:
“El presente capitulo inculca los deberes para con la potestad civil, y es de señalar que S. Pablo escribió estas amonestaciones en tiempos de Nerón, perseguidor en extremo cruel de los cristianos. Obedecer a las autoridades es una obligación independiente de las cualidades personales de los mandatarios. Véase Mat. 22, 21; I Pedr. 2, l3·1 S; Juan 19, 11. Los Padres de la Iglesia procuraron con toda diligencia profesar y propagar esta misma doctrina: "No atribuyamos sino al Dios verdadero la potestad de dar el reino y el imperio" (S. Agustín). Vemos una elocuente confirmación de esta doctrina en Ef. 6, S ss. y en la sumisión de Pablo y de Pedro hasta la prisión y el martirio.”
Lo mismo enseñaba Santo Tomás en su comentario a la Epístola: la obediencia a las autoridades civiles es una conducta debida “por necesidad de la salvación”.
La conclusión que se sigue de esta solemne condena de W. es que el pecado manifiesto del gobernante no lo priva de su potestad política, ni tampoco dispensa a los gobernados del deber de obediencia. Todo ello sin perjuicio de la posible resistencia a mandatos inmorales, en un proceso que puede llegar -en casos muy graves- al extremo de la rebelión violenta contra el tirano, su deposición y posterior castigo.


InfoCaótica (24/2/17)

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