sábado, 11 de noviembre de 2017

De nuevo la sombra del totalitarismo: la eutanasia.

                               por Alfonso Aguiló

   — ¿Y por qué te parece mal que algunos pocos Estados toleren que un médico procure la muerte a aquellos enfermos que así lo soliciten?

        Los defensores de la eutanasia dicen que en la vida irreversiblemente enferma no hay, en muchos casos, vida personal digna de tal nombre, y que por tanto no sería aplicable la protección que supone el derecho a la vida.

        El razonamiento no es algo nuevo en la historia de la humanidad. Además de los precedentes históricos de Esparta o de la Roma precristiana, hay experiencias más recientes: la Alemania nazi, y a otro nivel, Holanda, donde se ha venido admitiendo su práctica impunemente desde hace bastantes años.

        Hay una característica siempre común: es el Estado quien acaba decidiendo si una vida tiene o no derecho a existir. De nuevo aparece, como se ve, la temible sombra del totalitarismo de Estado.

        Siguiendo con el ejemplo de la Holanda de los últimos años, el hecho es que a pesar del sistema de garantías formales establecido por las autoridades, junto a una media de unos 2.300 casos anuales en los que se ha aplicado la eutanasia activa y a otros 400 de suicidio acompañado, se sabe que más de 1.000 personas han recibido anualmente la inyección letal sin su consentimiento (los datos son del famoso informe Remmelink, encargado por el propio fiscal general holandés; se trataba de enfermos en coma, minusválidos psíquicos, recién nacidos con taras y enfermos seniles).

        Como consecuencia de esa realidad, han ido surgiendo en el país diversas asociaciones y mutualidades de pacientes, que aseguran a sus socios asistencia jurídica permanente, así como prestaciones médicas en hospitales en los que no se admite la eutanasia.

        Los cronistas han llegado a hablar de una ola de miedo ante la desprotección e indefensión en los centros públicos. Huyen del médico-verdugo, de la enfermera-verdugo. El anciano, que se sabe costoso para la sociedad y no siempre querido por ella, teme que el de la utilidad pueda ser el criterio que le permita o no seguir viviendo.

        Muchos pacientes terminales se sienten seres inútiles, que gastan, que son una carga, molestan, ensucian... y no es extraño que a veces sean vencidos por ese rechazo social, que les abruma, y algunos acaben solicitando una muerte rápida.

        La eutanasia inculca en los moribundos y en los individuos más vulnerables la idea de que el mundo desea quitárselos de encima lo antes posible. Perciben que, una vez que su vida activa ha pasado, ya han perdido su valor personal y económico, molestan, están de más. Sienten una presión, real o imaginaria, que les empuja a pedir la eutanasia.

        No hay que hacer grandes esfuerzos para darse cuenta de los abusos a que conduce este tipo de prácticas, y de cuántos corazones compasivos -quizá alguno incluso con cierta satisfacción detrás de su cara de compungido al asistir luego a la lectura del testamento- se tranquilizarán pensando en lo bueno que ha sido que su pariente no sufriera demasiado.
     

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