lunes, 21 de octubre de 2019

Las amazonas derrotadas

por Bruno Moreno 
 Ya saben por experiencia los lectores de este blog que muchas veces los comentarios son más interesantes que los artículos del autor.
 
 Para confirmar esta regla, en el último hubo un par de comentarios que creo que merecen su propio artículo, porque plantean temas profundos de manera incisiva y, a la vez, divertida.

Se trata del breve y clarividente comentario de un diácono, que juzga los intentos sinodales de introducir el diaconado femenino desde su propia experiencia de cómo (no) suele valorarse el diaconado en la Iglesia, y de la larga respuesta de otro lector (Scintilla), que, con gracia y despiadada contundencia, explica lo que sospecha que hay detrás de todo ello.

Parece que al final el Papa ha decidido que no se continúe con lo del diaconado femenino, para concentrase en la innovación de la abolición del celibato, con una de cal y otra de arena, como ya es habitual. Aun así, verán que los comentarios sobre la fallida operación diaconado amazónico femenino merecen la pena.

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DIÁCONO:

Y es curiosísimo que se quiera promover el diaconado femenino cuando los diáconos permanentes varones, pregunta a cualquiera, somos solemnemente ignorados y despreciados por muchos presbíteros y obispos (en España al menos). ¿No será una simple excusa para mover el avispero? ¿Les importa realmente a sus promotores que haya mujeres diaconisas?

Yo, en lo poco que puede abarcar un simple e ignorado diácono, no callo, ni pienso callar. Es vergonzoso. Y, ya sabes lo que me dicen: eres un carca, poco misericordioso, radical, etc… Paso. Y rezo.

SCINTILLA:

No lo ocultan quienes lo proponen: las voces que exigen, con la excusa del sínodo para la Amazonía, diaconado femenino, lo tienen por paso previo al sacerdocio femenino. Una forma de intentar que duela menos a quienes se oponen. La vaselina, vamos, para el cursus honorum femenino en la Iglesia, como si no nos bastaran las desgracias que nos trae el masculino.

Eso no significa que no tengamos diaconisas (que, en griego, significa servidoras), no se equivoque nadie. Son las Rafaelas de este mundo: las que le distraen la casulla al cura para darle un pespunte; las que cuidan de que la casa de Dios reluzca; las que llevan a un moribundo la comunión cuando no queda nadie guardando el fuerte; las que abren la capillita de su casa al vecindario; las que, en fin, sirven a la Iglesia y nos enseñan a los demás a servir cuando las descubrimos (son silenciosas como ninjas). Se las suele reconocer por su contagioso amor a la Virgen. Algunas son vírgenes consagradas; otras son viudas; y otras, la alegría de su esposo y su familia. Pero a estas diaconisas, curtidas en el oficio de servir, no se les ha escuchado decir nada al respecto (y eso que en estos tiempos se manejan fino por internet) y me da la impresión de que, además, les importa una higa cómo las llamen.

Entonces, ¿diakonía femenina, para qué y para quién? Se sorprendía el otro día un diácono permanente de la ocurrencia: ¡pero si en ninguna diócesis saben qué hacer con nosotros! Es que no se trata de lo que puedan hacer esas nuevas diaconisas, sino de lo que ya hacen. No las que acabamos de mencionar, sino esas otras mujeres —estas sí, muy visibles— que mangonean en tantas iglesias y en la Iglesia hoy. Me refiero a las que dirigen el Taizé o grupos de oración a los que no va nadie, reparten formas con independencia de la gente que haya, leen en misa, aunque no lo hagan bien, van a Lourdes a pesar de “no creer en esas cosas”, se encargan de la catequesis —que es como llaman a ciertas manualidades extraescolares— o de cáritas —“mi tienda”—, y hasta deciden quién ha de ser bienvenido en la parroquia o no —cura incluido. Estas supermujeres, las pobres, después del aleluya se quedan con las ganas de leer el evangelio y soltar el sermón. ¿Por qué yo no, si hago y sé más que el cura y soy más popular? A alguna no le faltan estudios teológicos. Incluso da clases de teología o charlas en no sé qué facultad. Y está por supuesto convencida, con la Forcades, que es su ídolo —literalmente— de que la Iglesia lleva 2000 años escamoteando el papel de la mujer. Cosa que cierto obispo, en aquella sobremesa en petit comité, le confirmó diciéndole que él apoyaría su ordenación. Viéndose a sí mismo —le confesó en un arrebato de sinceridad—, ella podría ser incluso obispa. “Cardenala quizá, ¿por qué no?, que no es necesario ser obispa. Tú, como Newman”. Y chupito de orujo al coleto.

Esta es la diakonía que se quiere implantar, que despunta en el horizonte como cargo honorífico, título nobiliario, privilegio. Un trofeo que colgar en la pared del cazador (de las Amazonas, en este caso). Con lo que su aprobación tendría toda la pinta de servir de pago a los servicios prestados por esas mujeres que, de un modo u otro, han contribuido a extender el paradigma eclesial que promueven los padres sinodales, ya que no está claro que ellas, a su edad, en su mayoría avanzada, puedan ver cumplidos sus sueños sacerdotales.

Llevamos décadas asistiendo a la depreciación y ocultación de los diáconos permanentes. Índice del generalizado desprecio por el servicio del altar (“a lo q’haiga, señores”, parece ser la consigna, salvo en días de fiesta o cuando se hace en la catedral, días y lugares para los que parece reservado el cuidado litúrgico, como si Dios y sus fieles no lo merecieran siempre y en la medida de lo posible). Cuando los hay, no distinguimos por su vestido —todos de calle— a un acólito de un diácono ni a éstos del paisano ministro extraordinario de la comunión. Ay, cuánto daño ha hecho el abuso de este ministerio excepcional que se impone como normal. ¿Cuántos curas animan a sus fieles escogidos a instruirse para el lectorado, el canto y el acolitado, para que el altar sea servido con la dignidad y esmero posibles? ¿Cuántos seminarios se esfuerzan por acoger esas vocaciones menores? Y no han faltado diáconos, es cierto, que han contribuido a esa ruina haciendo de dobles del cura (hasta excesos, a veces, fuera de lugar y de derecho), de correveidiles o de su contacto con el exterior de la burbuja eclesial, tan mimaditos y flojos como nos los mandan ya de los seminarios.

La estrategia para terminar de generalizar la mala moneda (la que se intenta poner en circulación en lugar de la buena que ya se atesora) es vieja como el mundo: usar a Eva de caballo de Troya al que abran las puertas nuestros Adánicos obispos y sacerdotes. Que en estos tiempos tiene una ventaja añadida respecto a la misma estrategia en la edad de la inocencia: en una Iglesia permeada de religión mundana, dispuesta a secundar el orden y las prioridades que propone el mundo, oponerse no está en manos de un libre albedrío como aquel inicial, ciertamente fuerte, sino que exige una fortaleza especialmente favorecida por Dios, pues el primer obstáculo que habrá que superar será el del decreto de su ilicitud. ¡Machista!: “Tú lo que quieres es tener a las mujeres con la pata quebrada atadas a la cama”. ¡Fundamentalista! “¿Qué tonterías son esas de que el premio eterno está en el servicio silencioso, qué locura es esa que me quieres vender del sufrimiento y la cruz? Esa no es mi religión.”

P.S. Al parecer, en una ingeniosa cambiada, el sínodo se ha inclinado por dejarse de femeniles rodeos e ir directamente a por sacerdocio. Ordenar casados. Hay quien pone el grito en el cielo pensando que el cambio nos va a traer pastores protestantes. Ya quisiéramos. ¿O no ven que es la puerta de atrás para la ordenación de nuestros ministros extraordinarios de la comunión, que son algo así como nuestras Amazonas pero con faldas (que ellas llevan los pantalones)?


InfoCatólica. Blog: espada de doble filo. 21.10.19

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