domingo, 15 de marzo de 2020

De virus, de tragedias y de realidades últimas –o bien «De cuaresma y de metanóia»–


De pluma ajena: De virus, de tragedias y de realidades últimas –o bien «De cuaresma y de metanóia»–


* Nota preliminar:

        Las siguientes líneas no pretenden avanzar juicio alguno sobre el estado de conciencia de ninguna persona en particular, cosa que está reservada exclusivamente a Dios. Lo que se procura es iluminar la situación actual desde la única fe verdadera en orden a ayudar a elevar la mirada al lector de buena fe, para que se tome cada vez más en serio la vida y la oriente cada vez más hacia Dios –que es de lo que se trata la cuaresma–.

        ¡Ah! «Metanoia» translitera el griego μετάνοια, que quiere decir «conversión», pero propiamente en el sentido de «cambio completo y radical de mentalidad, reprogramación total del proyecto, redefinición de prioridades».

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        Lo que la pandemia del Corvid-19 y la psicosis babilónica multinacional ha puesto en evidencia es una realidad sumamente trágica. Muchos la veíamos ya desde antes; pero ahora se hace evidente para muchos otros.

        Todo el mundo está pensando en cómo protegerse; nadie piensa en cómo convertirse.

        Todos procuran huir de la muerte; nadie prepararse para ella.

        Lo que pasa es que, más allá de las apariencias, ya no quedan, prácticamente, cristianos; de un gran número de sacerdotes y obispos, ni hablar… Lasciamo perdere, como se dice en italiano. Sea como sea, cristianos quedan pocos. Pocos tienen fe.

        Y es esta tragedia de la falta de fe, cuya ausencia a escala mundial es la antesala segura de la segunda venida del Señor (Lc 18,8), lo que ha quedado de manifiesto a partir de estos acontecimientos.

        La tragedia de la falta de fe en tantas personas resalta con evidencia solar a partir de aquello que inspira de manera directa y espontánea sus juicios prácticos, de carácter decisional. Lo único que los inspira es el miedo a la muerte. Y esto tampoco por temor al juicio divino, lo cual sería ya una auténtica fe inicial –puesto que «el inicio de la sabiduría es el temor del Señor» (Pr 9,10; cfr. Sir 1,14)–, sino simplemente porque son amadores de este mundo, amigos del mundo.

        En efecto, no es la posibilidad de enfrentarse a lo que inexorablemente se enfrentarán lo que los aterra, sino la posibilidad de tener que dejar aquello que aman. No los atemoriza aquello a lo que se enfrentarían, porque para ellos, en realidad, no se trata de otra cosa que de una «realidad» etérea, fantasmagórica, sin peso ni consistencia efectiva alguna; por el contrario, aquello que aman, en primer lugar sus afectos, es decir, sus lazos humanos, y en segundo lugar las cosas que prefieren, o sea, sus gustos, sus placeres, sus afecciones, son para ellos algo sumamente consistente, son el centro en torno al cual hicieron gravitar sus vidas. El Dios mismo en quien, algunos, con los labios dicen creer entra en sus vidas como Pilato en el Credo, «de costadelli», solamente en función de garantizar aquello a lo cual ante todo aman: la permanencia de sus lazos afectivos.

        El Cielo, para ellos, es el plan B. Y es que, a decir verdad, no les interesa. En todo caso, se trata de una hipótesis secundaria, una posibilidad lejana, una vaga teoría cuyo origen se desdibuja en la nebulosa de lejanas mitologías escuchadas distraídamente durante la niñez, carente de toda repercusión en la conducta y en la vida concreta, porque no es, ciertamente no lo es, el destino al que anhelan llegar, el fin que desean alcanzar. No. Sus deseos y sus anhelos más profundos están volcados sobre otras cosas, sobre cosas de este mundo. No consideran que sus vidas están escondidas en Cristo, porque no viven sus vidas como pertenencia de Cristo, porque no entienden ni quieren ni procuran entender que no se pertenecen, sino que le pertenecen a Cristo (cfr. Col 3,1-4). Son esos «católicos» que pueden recitar de memoria todos las formaciones de Boca y de River o de la Selección desde los años ’50 hasta nuestra fecha, pero que no pasan de Pedro si se les pide que elenquen la lista de los 12 apóstoles. No. Es que, en realidad, NO-LES-IN-TE-RE-SA-TRES-PE-PI-NOS. Ni los apóstoles, ni Jesucristo, ni el evangelio, ni la Iglesia.

        Y es por eso que para la graaaan, graaaaaan, grandíííííííííísima mayoría de las personas de nuestro tiempo, incluso un enorme número de «cristianos», resulta inexplicable que Dios sea «tan malo». Entendámonos: Dios no es malo, en él no hay siquiera la más mínima sombra de mal, él es todo bondad, bondad infinita e inagotable, hasta tal punto que él es la fuente única de todo bien y que todo lo que sale de él es bueno. Dios no es malo, pero lo perciben como malo aquellos que, justamente porque aman a este mundo, se vuelven enemigos de Dios, y toman como criterio de bondad aquello que les gusta y les causa satisfacción y placer y no aquello que se ordena a Dios.

      Dios no es referencia para los amadores de este mundo. Aunque lleven la etiqueta de «católicos». Incluso entre muchos «católicos», Dios es un simple convidado de piedra, un decorado exterior, un personaje imaginario que transcurre en paralelo con la vida, en la cual lo esencial y verdaderamente importante son los lazos afectivos con los seres queridos. Como lo único que para ellos tiene consistencia es el mundo, Dios, la Iglesia y el evangelio tienen que cambiar para adaptarse al mundo y a los tiempos: «¿Cómo van a pretender “convertir”! ¿Cómo van a pretender tener “la Verdad” absoluta! ¿Por qué no dejan que cada uno tenga las creencias que le parece, si una vale tanto como la otra y lo importante es no pelearse! ¿Cómo se permiten imponer una moral sexual, una moral social, una bioética! No. Que Dios la Iglesia y el evangelio me dejen vivir como me pinta, según lo que ya elegí y decidí, y que busquen la manera de cambiar su discurso para justificar mis opciones». Este tipo de discurso no es cosa exclusiva de personas ajenas a la Iglesia, sino que encuentra el consenso activo de muchos «católicos».

       Es siempre la misma «forma» mental, siempre el mismo principio orientador, el mismo criterio; lo que cambia es la materia a la que se aplica: puede ser el celibato, la orientación sexual, la ideología de género, la admisión de los sodomitas al sacerdocio, la validez positiva o hasta la equivalencia de todas las religiones… lo que sea. Siempre el principio y el criterio de los amadores del mundo va a subordinar a su imperativo y a sus preferencias todo lo que pretendan decir Dios, el evangelio, la Iglesia.

        Pero los amadores de este mundo son enemigos de Dios. Esto lo dice explícitamente la Biblia, en la que no creen los obispos y sacerdotes cuyas almas fueran infectadas por el virus «Modernismo 2.0» –muchísimo más grave que cualquier otro–, aunque se pasen todo el tiempo hablando de ella: «… ¿no sabéis que la amistad con el mundo es enemistad con Dios? Cualquiera, pues, que desee ser amigo del mundo se constituye en enemigo de Dios» (οὐκ οἴδατε ὅτι ἡ φιλία τοῦ κόσμου ἔχθρα τοῦ θεοῦ ἐστιν; ὃς ἐὰν οὖν βουληθῇ φίλος εἶναι τοῦ κόσμου, ἐχθρὸς τοῦ θεοῦ καθίσταται – St 4,4).

P. Christian Ferraro 14.03.20

marzo 15, 2020 Que No Te La Cuenten

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