martes, 23 de febrero de 2016

La vocación cristiana.



Alocución de monseñor José María Arancedo, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz, para el 21 de febrero de 2016, segundo domingo de Cuaresma.

En este segundo domingo de Cuaresma leemos el evangelio de la Transfiguración del Señor. Toda su vida tiene un significado salvífico y docente para nosotros. Él ha venido para comunicarnos la vida de Dios como principio de recreación del hombre herido por el pecado y, al mismo tiempo, orientar su vocación personal. No es posible pensar la vida cristiana sin una referencia a Jesucristo. La salvación la recibimos como un don adquirido por él que se nos ofrece, pero que se convierte en una tarea. Ni el espiritualismo que nos hace pensar que todo depende de Dios, ni el voluntarismo que nos lleva a pensar que todo depende de nosotros y de nuestro esfuerzo. El don nos antecede, pero necesita de nosotros para hacerse vida cristiana. Ella se va realizando en un diálogo único y personal entre el don de Dios y nuestra libertad. Este Evangelio nos ayuda a reflexionar sobre la presencia de Jesucristo en nuestras vidas, como sobre nuestra vocación vista en su plena realización.
Se escuchó una voz, nos relata el evangelio, que decía: "Este es mi Hijo, el elegido, escúchenlo" (Lc. 9, 35). Esto nos habla de la identidad de Jesucristo como Hijo de Dios y de su misión. No se trata de un profeta más sino del acto mayor del amor de Dios que nos entrega a su Hijo único, para salvarnos. Es bueno recordar y unir este texto con el de san Juan cuando afirma: "Sí, Dios amó tanto al mundo, que entregó a su Hijo único para que todo el cree en él en no muera, sino que tenga Vida eterna" (Jn. 3, 16). Esta misión Jesucristo la cumple con su presencia y su palabra. Estamos ante la gran riqueza que nos ha dejado el Señor y que la Iglesia la guarda y predica con gratitud y fidelidad. Por ello, nuestra primera actitud debe ser escucharlo y no escucharnos, que nos puede llevar a encerrarnos en nuestros pequeños intereses. Si la Palabra de Jesucristo no se convierte en el centro de nuestras vidas, podemos hacer de ella una referencia cultural que utilizamos cuando lo creemos necesario. Ello sería hacer de Jesucristo un adjetivo más en nuestras vidas, entre tantos que tenemos, y no una presencia única y sustantiva.
También el evangelio de la Transfiguración nos habla de nuestra vocación vista desde el término al que estamos en camino, la vida eterna. Dios no nos ha creado para un destino que tenga su fin en este mundo, sino un fin trascendente. Cuando Jesús comienza a despedirse de sus discípulos les dice: "Yo voy a prepararles un lugar. Y cuando haya ido y les haya preparado un lugar, volveré a llevarlos conmigo, a fin de que donde yo esté, estén también ustedes" (Jn. 14, 3). No es posible pensar la vida cristiana sin referencia a esta dimensión última, que responde a nuestra condición de hijos de Dios creados con destino de eternidad. Si suprimimos esta realidad, constitutiva de la fe en Jesucristo, hacemos de nuestras vidas algo más de este mundo, y no alguien que tiene un nombre propio para Dios. La Transfiguración es un adelanto de esta realidad que los apóstoles vieron en Jesucristo y a la que todos estamos llamados. Esta realidad hacia la que estamos en camino debe iluminar y ser motivo de esperanza en nuestras vidas. Cuando en el ritual del bautismo se les pregunta a los padres: ¿Qué piden a la Iglesia para su hijo? Los padres responden: la Vida eterna, (que es la plenitud de la fe).
Reciban de su obispo, junto a mi afecto y oraciones, mi bendición en el Señor.
Mons. José María Arancedo, arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz

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