viernes, 1 de abril de 2016

Descabalado, disperso y un tanto delirante, Felisberto Hernández fue un enorme creador de imágenes insólitas.


por  Juan Manuel de Prada
Descabalado, disperso y un tanto delirante, Felisberto Hernández fue un enorme creador de imágenes insólitas.

¿Puede haber en el mundo un escritor más raruno que Felisberto Hernández (1902-1964), más desencuadernado y desquiciante? Hijo de un constructor tinerfeño asentado en la ciudad de Montevideo, Prudencio Hernández, y de Juana Hortensia Silva, «Calita» para los allegados, en su infancia ejerció una influencia a la vez maléfica y fecunda su tía abuela Deolinda, que le hacía bromas macabras, poniéndole sapos en la barriga mientras dormía. También lo amenazaba con zurrarle con el látigo, pero sin avisar cuándo lo haría; y Felisberto pasaba las noches en vela y en vilo, anticipando la azotaina, hasta que la falta de sueño acabó por trastornar su sensibilidad, que se convirtió en una sensibilidad a flor de piel (pero una piel lívida y granulosa, como de pescuezo de pavo desplumado).
De niño, a Felisberto le hubiera gustado vivir bajo las faldas de sus maestras, para que allí lo hubiesen empollado, como hacen las gallinas con sus huevos. Estudiante de música desde los años más tiernos, llegó a convertirse en un virtuoso del piano, que le enseñó a tocar un profesor «tuerto y ciego», luego rememorado en «Por los tiempos de Clemente Colling» (1942), mezcla de evocación de la infancia y divagación onírica.
Pesadillas y aprensiones
Para ayudar económicamente a su familia, se emplea como pianista en una sala de cine, acompañando con sus arpegios las películas mudas; de aquel primer empleo, al que volverá ocasionalmente, le quedarán la cinefilia y ese andar a salto de mata que caracterizará su desportillada vida. Se deja crecer un pelo cetrino, alborotado y coruscante, pelo de señor horripilado y con la cabeza a pájaros, pelo de nido de cigüeña y lingotazo de absenta. Recién casado (por vez primera), decide esquilarse y sentar cabeza, dedicando la jornada entera a impartir clases de piano; pero a veces le viene la inspiración, como una señora jamona y sonámbula, y no puede resistir las ganas de ponerse a escribir unos cuentos llenos de intuiciones meningíticas, de pesadillas y aprensiones, cuentos como los que reúne en «Libro sin tapas» (1929), que parece una antología de motivos surrealistas puesta al baño María.
La vida bohemia le tira más que al herniado los puntos del vientre; y pronto se volverá a casar, esta vez con la pintora cubista Amalia Nieto, que lo obliga a montar una librería en el garaje de su casa. Por estos mismos años visita mucho los hospitales psiquiátricos, en busca de inspiración; así escribe, por ejemplo, «El balcón», un cuento magistral incluido en «Nadie encendía las lámparas» (1947), sobre una relamida poetisa que no quiere salir de su cuarto, porque se ha enamorado de su balcón.
Las mejores páginas de la obra de Felisberto Hernández tienen aire de cloroformo y pintura de Delvaux.
Felisberto ha alcanzado al fin la madurez literaria: ahora sus cuentos son menos abstrusos, menos crípticos, perfumados por la brisa de un onirismo sublime o aberrante, según el pie del que cojee. Cada vez que rompe con una de sus mujeres, se va a vivir a una pensión pulgosa con su madre y a vaguear por los cafés, donde conoce a Jules Supervielle, que acaba de instalarse en Montevideo huyendo de la guerra y lo entroniza como el gran surrealista que Felisberto siempre había sido, sin saberlo.
Leal con los amigos, Felisberto lo fue algo menos con las mujeres, en las que buscaba la protección de la gallina clueca; pero cuando la relación se volvía conflictiva regresaba al cobijo de la madre. La rivalidad que se entabla entre «Calita» y sus sucesivas mujeres la sublimará en «Las Hortensias» (1949), una portentosa «nouvelle» sobre un hombre fascinado por las muñecas de tamaño natural. En París (adonde había viajado gracias a una beca que le consiguieron Supervielle y Roger Callois) se enamora de María Luisa Heras, una modista española con la que también se casa, para no variar; y de la que se divorcia para volver a vivir con su madre en la pensión pulgosa de siempre. La escritora Reyna Reyes, su última esposa, nos cuenta que un día, cuando más feliz era su matrimonio, Felisberto se despertó sollozando: «No puedo dormir más en esta casa –le dijo–, porque pienso que mamá está sola en una pieza oscura».
Imágenes turulatas
Y así fue como la anciana «Calita» se fue a vivir con ellos. En sus años postrimeros, Felisberto encontró al fin la paz de espíritu que le permitió escribir relatos llenos de perplejidades y angustias, embriagados de ese aire de cloroformo y pintura de Delvaux que tienen sus mejores páginas, acariciados por ese estilo inconfundible lleno de candores y perfidias, imágenes turulatas y asociaciones insólitas, donde las fiebres sensoriales alcanzan la categoría de ideas.
Enfermo de leucemia y sin embargo gordo como un trullo, su mayor temor en los delirios de la agonía era que el cuerpo se le volviese púrpura en el velorio y no fuese posible mostrarlo a las visitas. Murió tan hinchado que hubo que sacarlo por la ventana; y los sepultureros tuvieron que agrandar la fosa, para que entrase el ataúd que guardaba sus restos. No en vano había sido siempre un escritor sin tapas, desencolado y disperso, siempre deshojándose de páginas volanderas y sueños sin índice en los que anidaban el miedo y la maravilla.

ABC cultural

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