lunes, 8 de febrero de 2010

La importancia de la historia. A propósito del Bicentenario


Cabildo abierto de mayo de 1810

Cabildo abierto de mayo de 1810

La existencia de un acontecimiento ocurrido hace ya doscientos años, cual es la constitución de la Primera Junta de Gobierno de nuestro país, irrumpe en nuestras tareas cotidianas, invitándonos, como argentinos, a conmemorarlo. ¿Qué es conmemorar? El diccionario de la Real Academia Española nos enseña que conmemorar es «hacer memoria». El término en cuestión involucra, de parte de quien conmemora, un esfuerzo, un «hacer» que tiene por fin poner delante de sí (memorar) aquello que fue. Como podemos apreciar, esta acción de la conciencia del hombre recupera lo acontecido de las fauces de Cronos, y lo reactualiza. Ahora bien, ¿por qué la conciencia del hombre puede «hacer memoria»?, ¿por qué conmemorar diversos hechos del pasado rescatándolos de la rueda aplastante del devenir? Resulta a todas luces claro que en el «hacer memoria» hay una intencionalidad; sin ella, la conciencia nada traería al presente y, consecuentemente, la historia sería una dimensión absolutamente ignorada por la existencia humana. ¿Qué intención tiene el hombre al querer volver a hacer presente lo que ya ha sido? La pregunta equivale a interrogarse acerca de la finalidad de la historia. ¿Qué sentido tiene, entonces, la historia? El gran historiador francés Henri–Irene Marrou expresa que la finalidad de la historia «… consiste en proporcionar a la conciencia del hombre que siente, piensa y actúa, abundante material para ejercer su juicio y su voluntad». Y añade: «La historia es fecunda porque amplía de manera prácticamente ilimitada el conocimiento del hombre por el hombre. En ello reside su grandeza y “utilidad”»[1].

La dimensión histórica, como se advierte, nos permite ensanchar nuestro horizonte en lo que respecta al conocimiento del hombre. El modo actual de vivir que tiene el hombre no agota toda la riqueza de lo humano; y esta riqueza, de alguna manera, puede alcanzarse a medida que entramos en contacto con otros hombres por medio del conocimiento histórico. La historia nos impide «aburguesarnos», quedarnos satisfechos con aquello que somos: ella nos revela siempre aspectos nuevos de la realidad y de la vida humana que no podríamos adquirir si permaneciésemos con la mirada anclada en aquello que nos sucede en nuestra existencia individual y cotidiana. La historia es cultura por cuanto fecunda la imaginación creadora y abre infinitas posibilidades, tanto al pensamiento como a la acción. La historia, nos dice Marrou, «… elimina las ataduras y limitaciones que impone al conocimiento del hombre nuestra situación en el devenir dentro de una sociedad dada y en determinado momento de su evolución. Se convierte entonces, en cierto modo, en instrumento de libertad»[2].

Estamos convencidos que nadie, en la historia del pensamiento, ha tenido la fuerza especulativa para pensar la naturaleza del tiempo como lo ha demostrado San Agustín en el libro XI de las Confesiones. Allí, Agustín nos enseña que el tiempo es una realidad propia del alma. Él nos dice que el alma, por medio de la memoria, tiene el poder de rescatar aquello que ya fue y volverlo a hacer presente; asimismo, la memoria puede prefigurar aquello que todavía no es. De allí que la conciencia humana no se circunscriba sólo a lo que está aconteciendo (el instante) sino, también, a aquello que fue y a aquello que será; en síntesis: presente del pasado, presente del presente (instante) y presente del futuro. El alma, entonces, tiene el poder de distenderse enriqueciéndose con todos los momentos y perspectivas del tiempo. El hombre agustiniano es un hombre que (permítasenos la expresión) se «estira» abrazando lo que fue, lo que está siendo y prefigurando aquello que aún no es. Nada de lo acontecido se pierde: la memoria recupera toda la riqueza de la realidad devenida y cumplida. Contrariamente a este hombre «estirado», pletórico de riquezas, se yergue el hombre posmoderno que, al decir de Gilles Lipovetsky, es un ser que vive sólo en el presente, es decir, en la fugacidad del instante. El presente ensanchado agustiniano, que contiene aquello que fue, que está siendo y que será, es absolutamente más denso y rico que el puro instante. Refiere este autor: «Vivir en el presente, sólo en el presente y no en función del pasado y del futuro, es esa “pérdida de sentido de la continuidad histórica”… esa erosión del sentimiento de pertenencia a una “sucesión de generaciones enraizadas en el pasado y que se prolonga en el futuro” es la que, según Chr. Lasch, caracteriza y engendra la sociedad narcisista. Hoy vivimos para nosotros mismos, sin preocuparnos por nuestras tradiciones y nuestra posteridad: el sentido histórico ha sido olvidado de la misma manera que los valores y las instituciones sociales»[3]. Esta escuálida conciencia reducida a la tiranía del instante tiene como correlato una pobreza cultural que sume al hombre en una profunda chatura espiritual y lo hace fácil presa de la lógica dominante. Pero también no escapan a esta misma lógica aquellos «revolucionarios» cuya «creatividad» consiste en la adopción de posturas superficiales, proclamación de slogans y clichés, etc. En definitiva, hombres sin densidad espiritual, perfectamente funcionales a la lógica dominante que dicen cuestionar.

1810-2010: Bicentenario de la Rev. de Mayo

La celebración del Bicentenario significará una verdadera conmemoración en la vida de cada argentino en la medida en que cada uno recree aquel acontecimiento y lo ponga en relación a su momento presente. Hay una pregunta fundamental que se sitúa en el centro de la reflexión: ¿qué significa ser una Nación?, ¿cuál es nuestro destino como tierra argenta? ¿cómo debemos configurar nuestro modo de ser profundo para hacer una patria más plena? Es aquí donde la historia nos presta una ayuda valiosísima en la medida en que, permitiéndonos sumergirnos en lo que fue, nos hace posible recuperarlo a la luz de las exigencias presentes y en proyección hacia el futuro. Esta riqueza que nos aporta la dimensión histórica nos permite conocer nuestro ser el cual se halla inmerso en una tradición más global, que es la occidental. Sólo conociendo nuestra tradición, estaremos en condiciones de re–conocernos y, a partir de allí, generar un modo de ser propio que nos identifique en el concierto mundial de las naciones. Descuidar la dimensión histórica equivale a olvidar nuestro ser, a renegar de nuestra identidad. En esas condiciones, seremos codiciada presa de todo poder que nos quiera configurar de acuerdo a sus intereses. Y si esto último parece haberse hecho realidad entre los argentinos, cabe preguntarse cuánto hace que hemos dejado de conmemorar nuestras fiestas patrias. En este sentido, descubrimos la importancia que tiene la enseñanza de la historia! Es ella la que permite al hombre insertarse dentro de la más viva tradición, humus éste a partir del cual es dado forjar una cultura robusta que permita el desarrollo integral de las personas. Para ello, es menester que quien enseña (particularmente, la historia) tenga la aptitud de recrear el hecho que va a historiar a fin de que el mismo sea comprendido para, a partir de allí, ponerlo en relación con el presente con la finalidad de que ayude a compulsar y modelar el hoy. La historia no consiste en desenterrar cadáveres, sino en revivirlos en nuestra conciencia con el fin de ayudarnos a existir de modo más pleno y humano. El poder de nuestra memoria, pues, es el que nos permite engrandecernos. Así lo refiere Séneca cuando expresa: «… (gracias a la historia) no hay siglo que nos esté vedado: el poder de nuestro espíritu puede traspasar los límites de la debilidad del hombre solo, egredi humanae imbecillitatis angustias. Podemos discutir con Sócrates, dudar con Carnéades, conocer la serenidad de Epicuro, con los estoicos vencer la naturaleza humana, dejarla atrás con los cínicos. Si la estructura del ser (rerum natura) nos permite entrar en comunión con todo el pasado, ¿por qué no liberarnos de la estrechez de nuestra temporalidad primigenia y compartir con los espíritus más excelsos verdades magníficas y eternas, quae inmensa, quae aeterna sunt»[4].

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Notas

[1] Henri–Irene Marrou, La conoscenza storica, Bologna, Società editrice Il Mulino, 1962, p. 276. Lo destacado nos pertenece.

[2] Ibidem, p. 277.

[3] Gilles Lipovetsky, La era del vacío. Ensayos sobre el individualismo contemporáneo, Barcelona, Editorial Anagrama, 1993, 6ª edición.

[4] De brevitate vitae, 14, 1–2.

Escrito por Carlos Daniel Lasa

Enero 31, 2010 a 12:23 am

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