miércoles, 22 de febrero de 2012

Certezas y amores, más allá de las fronteras




Exposición en el 49º Curso de Rectores del CONSUDEC.
Santa Fe, 8 de febrero de 2012.


         Este 49º Curso de Rectores del CONSUDEC aborda la misión educativa de la Iglesia en las “nuevas fronteras” de los jóvenes. La imagen de la frontera, que ha sido adoptada para titular el curso y sugerir una orientación de su temática, resulta como figura metafórica una aproximada representación de las situaciones que viven los adolescentes de hoy. La frontera es un confín, el término que divide territorios y poblaciones y señala los límites de cada uno; si no ha sido fijada arbitrariamente expresa una distinción real y puede hacer resaltar la diferencia entre mundos humanos diversos. Pero, paradójicamente, a menudo la frontera y sus bordes configuran una zona incierta, donde el tráfico de mercaderías y el paso de personas, el intercambio de costumbres –buenas y malas–, las mezclas idiomáticas y otras innumerables circunstancias atenúan la identidad de las regiones colindantes. Puede llegar a ser un lugar difícil, inalcanzable, temible, una tierra de aventura en la que las reglas quedan suspendidas o rige otra ley. La frontera, en este sentido, es sinónimo de ambigüedad, de seguridad aparente que disimula la incertidumbre, la duda. La palabra, y la idea que expresa, referida a realidades espirituales, sirve para designar, sobre todo si se la declina en plural, lo que actualmente suele llamarse “cultura joven”.

El panorama educativo

         La “cultura joven” es una realidad difícil de definir, pero todos sabemos que se trata de costumbres y modos de vida preponderantes entre los adolescentes y jóvenes de hoy. No me propongo ahora esbozar una descripción de esta realidad, sino más bien enumerar algunos rasgos “fronterizos” de la misma, para proponer luego posibles metas de la misión educativa. Quiero referirme a lo que una distinguida pedagoga italiana, Paola Bignardi, llama la fatiga de crecer, y lo hago siguiendo las líneas de su reflexión. Crecer es, precisamente, lo que están haciendo nuestros alumnos, aunque no siempre lo adviertan y asuman con plena conciencia. En su dimensión personal, profundamente humana, no es éste un proceso espontáneo; requiere descubrir la realidad y su sentido, aprender a distinguir el bien del mal, adquirir la energía interior necesaria para elegir y otorgar a la propia vida la impronta original que corresponde al proyecto que Dios inscribió en el corazón de cada uno. Este fatigoso empeño significa una prueba para la persona, que en el proceso de crecimiento va adquiriendo su forma e identidad singular y define su ubicación en el mundo. Bignardi señala algunas características peculiares de esta dificultosa travesía, que valen también para la situación argentina, excluyendo quizá el caso particularmente doloroso de los sectores marginados, en los que la pobreza extrema, la miseria material y cultural, arrebata a tantísimos niños y adolescentes la posibilidad misma del crecimiento.


Los muchachos y chicas de hoy manifiestan un deseo de hacerse grandes pronto; se queman etapas porque abundan las posibilidades de concretar experiencias propias de una edad mayor, poseen mucha información y reciben solicitaciones continuas. El dominio de los instrumentos de información y comunicación va parejo al infantilismo afectivo, a la fragilidad personal que les hace difícil elegir auténticamente y mantenerse firmes en esas decisiones vitales. El ambiente familiar y social no ayuda en este campo: se suele reclamar una libertad sin el parámetro de valores sólidos y por tanto la experimentación ocupa el lugar de una elección definitiva; cada vez es más difícil comprender la exigencia propiamente humana del para siempre. Son los adultos quienes frecuentemente contagian a los jóvenes un cierto sentido de provisoriedad. Además, cuando los padres, los educadores y la sociedad en general vacilan en proponer a los adolescentes un proyecto de vida y no logran transmitir el sentido y la belleza de las experiencias humanas fundamentales: el amor a la verdad, el empeño en la realización del bien, el respeto de lo que es justo, el gozo del compartir, el valor de la sexualidad, del trabajo y la participación en el bien común, las nuevas generaciones quedan libradas a su suerte y sufren una profunda soledad. De diversas maneras, aun con protestas y rebeldías que son reclamos silenciosos, manifiestan la necesidad de recibir una orientación, de que se ejerza en su favor una autoridad educativa. Benedicto XVI, que en los últimos años ha hablado con frecuencia de demanda y de emergencia educativa, afirma que los jóvenes albergan una sed en su corazón, y esta sed es una búsqueda de significado y de relaciones humanas auténticas, que ayuden a no sentirse solos ante los desafíos de la vida. El Santo Padre propone un paradigma educativo para responder a la cuestión fundamental: En realidad, para la persona humana es esencial el hecho de que llega a ser ella misma sólo a partir del otro, el “yo” llega a ser él mismo sólo a partir del “tú” y del “vosotros”; está creado para el diálogo, para la comunión sincrónica y diacrónica. Y sólo el encuentro con el “tú” y con el “nosotros” abre el “yo” a sí mismo. Por eso, la denominada educación anti-autoritaria no es educación, sino renuncia a la educación: así no se da lo que deberíamos dar a los demás, es decir, este “tú” y “nosotros” en el cual el “yo” se abre a sí mismo. Por tanto, me parece que un primer punto es superar esta falsa idea de autonomía del hombre, como un “yo” completo en sí mismo, mientras que llega a ser “yo” en el encuentro colectivo con el “tú” y con el “nosotros”. Este modelo relacional descubre una cierta continuidad entre generación y educación. La autoridad del padre y de la madre, como también la del educador, no se impone arbitrariamente desde fuera; es un servicio rendido a la verdad de la existencia, un testimonio de la bondad de la vida que se presenta de múltiples formas en la historia de la cultura y en la actualidad. En el contexto del pasaje citado, Benedicto XVI se refería a las dos fuentes que orientan el camino humano, la naturaleza –el libro de la creación– y la Revelación de Dios que la descifra. Educar implica transmitir una memoria significativa, un patrimonio interior compartido, la verdadera sabiduría que, a la vez que reconoce el fin trascendente de la vida, orienta el pensamiento, los afectos y el juicio.

Identidad personal y vocación cristiana

         Retomando la imagen de la frontera, el proceso educativo puede concebirse como una travesía hacia la tierra de la identidad. En ese paso se concreta y cumple una promesa: ni es una identidad ya totalmente dada, ni una identidad por completo desconocida; es el reconocimiento de una vocación que se asume con libertad y gratitud. Volvamos a proponer a los jóvenes, dice el Papa, la medida alta y trascendente de la vida, entendida como vocación. La realidad humana del crecimiento y el aporte propio de la educación, tanto familiar cuanto escolar, son iluminados por la fe, mediante la cual se torna operativo el acontecimiento de la redención en Cristo. Un texto del Concilio Vaticano II, que se ha hecho justamente célebre, expresa el vínculo entre antropología y cristología, es decir, entre la comprensión que el hombre puede alcanzar de sí mismo y la manifestación del misterio de Cristo, la Palabra eterna de Dios que se hizo hombre. En realidad, el misterio del hombre sólo se esclarece en el misterio del Verbo encarnado. Porque Adán, el primer hombre, era figura del que habría de venir, es decir, Cristo nuestro Señor. Cristo, el nuevo Adán, en la revelación misma del misterio del Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la sublimidad de su vocación (Gaudium et spes, 22). El hombre busca comprenderse a sí mismo, descifrar su enigma; la clave está en la irrupción transfigurante de Dios en el universo en la persona de Cristo, revelador del Padre, imagen de Dios y realización perfecta de la condición humana, redentor de todos los hombres, a quienes descubre su identidad como vocación a participar en la vida de Dios.

         Estas afirmaciones teológicas, en las que se refleja lo que se ha dado en llamar la pretensión cristiana, tienen una inmediata proyección educativa. La educación procura la formación integral de la persona, es decir, de todas las dimensiones de su ser, sin soslayar la moral y la espiritual, y por tanto la orientación hacia el fin último; así se asegura una recta orientación al bien de la sociedad. Como es sabido, la Ley de Educación Nacional asume el concepto de educación integral, pero no explicita qué entiende por él y de hecho excluye la dimensión religiosa. Otra limitación, y más grave, si se quiere, se encuentra en los documentos fundacionales del nuevo ciclo secundario, al cual se le fija una triple finalidad: preparar para el ejercicio de la ciudadanía, para insertarse en el ámbito laboral y para seguir estudios superiores. Se omite la formación de la persona, que es la esencia misma de la educación.

         En el itinerario propio de la escuela católica el proceso educativo, cuya meta es la formación personal de los alumnos, el cultivo y desarrollo de todas las dimensiones de su ser, se determina como una relación para ayudar a cada uno de ellos a edificar su propia identidad; ésta implica la asunción consciente y el cumplimiento de la vocación cristiana recibida en el bautismo. Dicho de otro modo, la misión educativa de la Iglesia consiste en asistir y acompañar a los jóvenes en su crecimiento en pos de la forma cristiana de la identidad personal. Este altísimo propósito requiere el esfuerzo de integrar la enseñanza de las diversas áreas del saber con la transmisión de los valores humanos y cristianos, la guía en la formación de la conciencia, en la práctica de las virtudes, en el desarrollo de la vida interior. La referencia de la antropología a la cristología, de las disciplinas humanas a la sabiduría cristiana, tiene su correlato en el orden existencial: abrazar la propia identidad en el encuentro personal con Cristo. A ningún educador católico se le ocultan las enormes dificultades que complican actualmente su tarea y que pueden provocar un sentimiento de desazón, un progresivo decaimiento del ánimo, hasta una indebida resignación. Es preciso resistir a estas tentaciones y suscitar continuamente en nosotros el celo por la educación. Celo significa cuidado, diligencia, esmero, y tiene su fuente en el amor. Benedicto XVI nos exhorta: Educar nunca ha sido fácil, pero no debemos rendirnosmás bien despertemos en nuestras comunidades el celo por la educación, que es un celo del “yo” por el “tú”, por el “nosotros”, por Dios.

El problema de la verdad

         En las nuevas fronteras de los jóvenes, como en general en la cultura dominante, aparece el problema de la verdad, la cuestión acerca de la verdad. Durante el siglo XX se afianzó la duda sobre la capacidad de la razón humana para alcanzar, más allá de los fenómenos, la esencia de la realidad, y en algunas corrientes de pensamiento se ha llegado a la negación de esa potestad. Se impuso la reclusión de la razón en el ámbito de la investigación científica y de la aplicación tecnológica de sus hallazgos, como si se pudiera satisfacer así el deseo natural de saber, que impulsa al hombre a dilucidar las cuestiones últimas para encontrar la verdad en la dimensión metafísica de la realidad. Esta posición del pensamiento moderno lleva asimismo a desplazar las verdades religiosas al plano de lo irracional, equiparando la afirmación de la fe a una expresión subjetiva del sentimiento. En las últimas décadas se ha difundido una concepción constructivista del conocimiento, según la cual no existen verdades objetivas, auténticas certezas, sino sólo interpretaciones múltiples y provisorias de la realidad, mediante las cuales se va construyendo un modelo de la misma. La realidad, en cuanto objeto de conocimiento sería un producto, una elaboración del sujeto y resultado del contexto socio-cultural. Esta teoría gnoseológica se extiende a otros ámbitos del saber, impregna la pedagogía y las ciencias sociales. Como consecuencia se generaliza el relativismo y la verdad queda degradada al nivel de la opinión: no hay verdades objetivas y universales, que puedan ser reconocidas por todos, cada uno tiene “su verdad”, todas igualmente válidas; será preciso, a lo sumo, alcanzar un consenso, para lo cual importa el número, la coincidencia de la mayoría. Del plano cognoscitivo el constructivismo se traslada a la ética: no se reconoce la verdad del bien que hay que realizar, aquellos valores objetivos y universales que corresponden a la naturaleza humana y que al ser asumidos perfeccionan al hombre. ¿Cómo será posible entonces distinguir el bien del mal? Lo que en definitiva se pone en crisis es la misma verdad sobre el hombre: ¿qué es, quién es el hombre? Según los planteos constructivistas no existe una naturaleza humana, como realidad dada, obra de la creación que remite a un Creador que ha impreso en el hombre su imagen y lo ha dotado de una singular dignidad. El sujeto humano sería autocreador, el resultado de un proceso histórico y cultural en el que juega un papel preponderante la libertad; el hombre elige su existencia y la configura diversamente en cada época, sin referencia a un orden natural.

         La incidencia de estas ideas en el campo pedagógico pueden ya advertirse en los diseños curriculares elaborados e impuestos en los últimos años, que pueden producir estragos en la juventud argentina. En reiteradas ocasiones he advertido sobre la necesidad de examinar cuidadosamente y expurgar programas y textos en los que se manifiestan con rigor sistemático, como una ideología, aquellas ideas incompatibles con la concepción cristiana del hombre y con la misma fe, de las que resultarán consecuencias desastrosas para la sociedad. Recientemente, el Santo Padre, refiriéndose a la educación de los jóvenes en la justicia y la paz, advertía: En la actualidad, un obstáculo particularmente insidioso para la obra educativa es la masiva presencia, en nuestra sociedad y cultura, del relativismo que, al no reconocer nada como definitorio, deja como última medida sólo el propio yo con sus caprichos; y, bajo la apariencia de la libertad, se transforma para cada uno en una prisión, porque separa al uno del otro, dejando a cada uno encerrado dentro de su propio “yo”. Por consiguiente, dentro de ese horizonte relativista no es posible una auténtica educación, pues sin la luz de la verdad, antes o después, toda persona queda condenada a dudar de la bondad de su misma vida y de las relaciones que la constituyen, de la validez de su esfuerzo para construir con los demás algo en común.



Educar en la verdad

         En el presente contexto cultural, todos los responsables de la educación católica debemos empeñarnos, con clara convicción y con una fortaleza sin claudicaciones, en educar a los niños y adolescentes en el amor y la búsqueda de la verdad. Esta tarea imprescindible sale al encuentro del dinamismo natural de la inteligencia, que está hecha para la verdad. Cuando despierta en el hombre la conciencia aparece la idea de verdad como una posesión propia; se sabe que existe una verdad y ella goza del mismo grado de evidencia que el ser, la unidad, la bondad y la belleza. San Agustín expresó con elocuencia este hecho: ¿Ama algo el alma con más ardor que la verdad? ¿Para qué el deseo de tener sano el paladar interior, capaz de descubrir la verdad, sino para comer y beber la sabiduría, y la justicia, y la verdad, y la eternidad? La educación en la verdad comienza por guiar en el uso recto de la razón aplicada a las diversas disciplinas del currículo, incitando a encarar los problemas tanto de orden teórico como práctico para esclarecerlos rigurosamente, suscitando la curiosidad y orientando el deseo de saber para que pueda introducirse en el ámbito científico con adecuados criterios de investigación. Sobre todo importa conducir a los jóvenes al descubrimiento de la verdad sobre el hombre, a la luz de la sabiduría cristiana. El oscurecimiento de la inteligencia, característica de la prolongada crisis cultural contemporánea, se muestra especialmente en la incertidumbre antropológica y en los modelos reduccionistas circulantes, que escamotean el reconocimiento de la auténtica dignidad de la persona humana.

         Educar en la verdad implica, entonces, procurar que los alumnos adquieran hábitos de pensamiento, y en primer lugar que aprendan a aprender. Pero no se reduce, como tarea, al solo cultivo de la inteligencia; incluye también ofrecer motivaciones y suscitar actitudes de vida. No es el objetivo de una sola disciplina, sino de todo el proceso educativo. Llegados a este punto, corresponde encarecer la importancia de la enseñanza religiosa escolar, que a lo largo de un completo currículo de estudios debe transmitir progresiva y reflexivamente las verdades de la fe. Subrayo reflexivamente para señalar la consideración detenida de la doctrina católica, la respuesta a las dudas y objeciones que suelen ser potenciadas por la difusión masiva de prejuicios y errores contra la fe y la necesaria profundización de las razones para creer. La exposición del misterio de Cristo, en la armonía y belleza de sus articulaciones, y del estilo de vida inspirado en el Evangelio, ayudará a que nuestros alumnos admitan, comprendan y asuman el sentido de la existencia, un sentido cristiano de la existencia personal. Según el propósito educativo de la Iglesia, la enseñanza religiosa escolar debe ser complementada por la catequesis como aprendizaje de la vida cristiana, guía en la práctica de las virtudes, en el desarrollo de una relación íntima con Dios y en la participación en la vida eclesial. El objetivo es que el niño, el adolescente, el joven, lleguen, con la ayuda de la gracia divina, a la madurez que corresponde a la plenitud de Cristo (Ef. 4, 13).

Dimensión ética de la educación

         Quiero pasar ahora al registro afectivo de la educación. Me refiero a la afectividad sensible y a la espiritual, reconociendo una continuidad entre ambas esferas y la particular situación de la edad adolescente. Tendríamos que hablar, en todo caso, de la educación del amor o para el ejercicio del amor como un aspecto de la formación moral, en la medida en que puede y debe realizarse en la escuela. La dimensión moral de la existencia no es materia exclusiva de la enseñanza religiosa escolar y de su aplicación catequística; diversos rasgos del perfil ético del hombre encuentran legítimamente cabida en varias asignaturas curriculares. Desde diversos ángulos se ha de transmitir el sentido y los alcances del orden natural reflejado en la conciencia, los contenidos de la moral cristiana, el concepto de pecado, el reconocimiento de la realidad de la gracia y de su poder de regeneración y liberación, los elementos de una auténtica formación interior. En la actualidad se promueve con frecuencia la “educación en los valores”. Para evitar toda confusión habría que considerar el valor como un aspecto subjetivo del bien. La educación moral de la persona implica el descubrimiento de los bienes propios del hombre: la verdad, la bondad, la belleza, sus reflejos y realizaciones en el alma y en la cultura. De allí la configuración de una ética del bien, lo que equivale a decir: fundada en el ser, una ética del fin, del absoluto (de los bienes esenciales y objetivos) de la felicidad, de la contemplación, del amor y la amistad.

Educar para el amor

Conviene advertir que la enseñanza de una sana teoría ética y el conocimiento que de ella se adquiera, son elementos necesarios para el recto ordenamiento de la conducta, y concretamente para la educación de la voluntad en el amor; sin embargo no bastan para lograr el objetivo deseado. El juicio recto sobre lo que ha de hacerse en un caso determinado depende de la rectitud de la voluntad y del movimiento de nuestra libertad, que requieren a su vez ser educadas mediante el cultivo, la purificación y la orientación de las inclinaciones naturales a la verdad, al bien, al amor, a la felicidad. No existe una técnica precisa para educar en el amor, porque el amor antes que esfuerzo voluntario es un don que va arraigando en la persona a medida que ésta se sobrepone al egoísmo y se abre al amor de Dios. Sobre la inclinación natural actúa la caridad. Me parece oportuno citar a propósito lo que San Basilio Magno escribió con notable perspicacia pedagógica: El amor de Dios no es algo que pueda aprenderse con unas normas y preceptos. Así como nadie nos ha enseñado a gozar de la luz, a amar la vida, a querer a nuestros padres y educadores, así también, y con mayor razón, el amor de Dios no es algo que pueda enseñarse, sino que desde que empieza a existir este ser vivo que llamamos hombre es depositada en él una fuerza espiritual, a manera de semilla, que encierra en sí misma la facultad y la tendencia al amor. Esta fuerza seminal es cultivada diligentemente y nutrida sabiamente en la escuela de los divinos preceptos y así, con la ayuda de Dios, llega a su perfección. La comunidad educativa tiene que asumir, en medio del trajín cotidiano, la nobilísima tarea de cultivar con diligencia y nutrir con la sabiduría del Evangelio la capacidad de nuestros chicos para amar a Dios, y a ellos mismos y al prójimo con el amor que tiene su fuente en Dios.

Educación sexual

         En este ámbito de la formación moral, de la educación de la voluntad y la sensibilidad para el amor, hay que ubicar la educación sexual, que desde hace unos años se ha convertido en materia transversal del currículo. En diversas oportunidades y por diversos medios he criticado los contenidos que el Estado pretende imponer en la transmisión de esta asignatura, inspirados en la ideología de género y carentes de toda consideración moral. En documentos y textos oficiales la sexualidad es presentada como una construcción socio-histórica, sin referencia alguna a la naturaleza de la persona y de sus actos. La preocupación preponderante es, en base a una información parcializada, el “cuidado” para evitar las consecuencias no deseadas del ejercicio precoz e irresponsable de la facultad sexual, y no la orientación de la persona para la vivencia madura, oportuna y noble de esa dimensión biológica, psicológica, afectiva y espiritual del ser humano. El año pasado, el Ministerio de Educación de la Nación publicó una revista de educación sexual Para charlar en familia en la que se resumen, con el propósito de una divulgación masiva, las opciones ideológicas que he señalado; lamento decir que se trata de un texto absolutamente inaceptable.

Nosotros, por nuestra parte, reconociendo la importancia de la formación de niños y adolescentes para que alcancen una positiva integración de la sexualidad en la vida personal, queremos ofrecer orientaciones claras y sólidas a los padres de familia, que son los primeros y principales educadores de sus hijos. La revista Educación integral de la sexualidad, de reciente publicación, aborda todos los temas de necesario conocimiento para ayudarles en esa tarea delicada y bella. Este texto no tiene características confesionales, sino que presenta el orden natural de la sexualidad con seriedad científica y eficacia pedagógica; podemos aspirar, por tanto, a una difusión generalizada entre las familias argentinas. Indudablemente, puede servir también a maestros y profesores de nuestros colegios para el tratamiento del tema en los espacios curriculares correspondientes, pero completándolo con la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica, de su Compendio y del Youcat o Catecismo Joven. Existen asimismo textos excelentes de educación sexual escolar, que abarcan desde el nivel inicial hasta el último curso del secundario; es preciso informarse bien para conseguirlos y no correr el riesgo de hacer circular moneda falsa.

La “cultura de boliche”

         Me detengo ahora en un asunto en cierto modo lateral al de la sexualidad, pero que caracteriza al mundo adolescente y puede influir decisivamente en la plasmación de la personalidad; no carece, por otra parte, de relevancia ética y es de máxima actualidad. Me refiero a las diversiones. En los últimos años ciertas prácticas se han convertido en rutina grupal y configuran lo que se podría llamar “cultura de boliche”, con “la previa” incluida. La moda impuesta, fomentada por mercaderes sin alma, tiende a identificar la diversión con el desborde. Se debe evitar, por cierto, una indebida generalización, pero ¿qué adolescente puede sustraerse a los usos comunes de su generación sin sentirse excluido? El problema ya ha comenzado a desvelar a muchos padres conscientes y responsables de su misión educadora, aunque también abundan los cómodos, los cómplices y los resignados; ya preocupa igualmente a psicólogos y pedagogos. ¿A qué me refiero exactamente? Al rito semanal de noches interminables que incluye la estación previa en casas de familia y que absorbe a los chicos hasta la madrugada, hacinados en sitios donde el influjo de luces y música estridente inhibe los controles voluntarios y desinhibe los instintos, se facilita la promiscuidad y se exacerba la libido de quienes por su inmadurez son aún incapaces de integrarla en el conjunto de la vida personal. Es difícil que en el boliche pueda entablarse un diálogo auténticamente humano, verificarse un encuentro interpersonal. Menciono de paso un ingrediente de gravísimas consecuencias: el consumo a edad temprana, y excesivo, de alcohol. Lo que ocurre semanalmente se repite con mayor solemnidad en los viajes y fiestas de egresados, circunstancias que implican, aunque muchas veces no se lo quiera reconocer, a nuestros colegios.

Alternativas: fiesta, diversión, placer

         No es mi propósito esbozar un discurso moral sobre el tema, y mucho menos endilgar una moralina. Pero surgen algunas preguntas insoslayables: ¿cómo pueden nuestros chicos hacer compatible aquella manía con la práctica de las virtudes cristianas? ¿Qué resta, además, en esos modos de diversión, de sana y placentera humanidad y del espíritu de la fiesta? ¿Se manifiesta en esas circunstancias la verdadera alegría, el asentimiento universal –espontáneo, no reflejo– que aprueba la bondad del ser, la convicción de que el mundo está bien hecho? Recuerdo al respecto dos justas sentencias de Nietzsche, y creo que vienen a propósito: no es muestra de habilidad organizar una fiesta, sino dar con aquellos que puedan alegrarse en ella; para tener alegría por algo, se debe aprobar todo. En orden a proponer alternativas habría que reflexionar sobre un párrafo de las Cartas del diablo a su sobrino (The Screwtape Letters), el admirable libro de Cleves Staples Lewis. El diablo Escrutopo explica a su sobrino Orugario cómo hay que usar el placer, creación de Dios, para conducir a un hombre hacia el infierno: Nunca olvides que cuando estamos tratando cualquier placer en su forma sana, normal y satisfactoria, estamos, en cierto sentido, en el terreno de Enemigo. Ya sé que hemos conquistado muchas almas por medio del placer. De todas maneras, el placer es un invento Suyo, no nuestro. Él creó los placeres; todas nuestras investigaciones hasta ahora no nos han permitido producir ni uno. Todo lo que podemos hacer es incitar a los humanos a gozar los placeres que nuestro Enemigo ha inventado, en momentos, o en formas, o en grados que Él ha prohibido. Por eso tratemos siempre de alejarnos de la condición natural de un placer hacia lo que en él es menos natural, lo que menos huele a su Hacedor, y lo menos placentero. La fórmula es un ansia siempre creciente de un placer siempre decreciente. Es más seguro, y es de mejor estilo. Conseguir el alma del hombre y no darle nada a cambio… De acuerdo a estos criterios no habría que descuidar el papel que corresponde al placer en el proceso educativo, y la misma educación del placer, para que su disfrute sea plenamente humano, edificante y de veras placentero.

         He aludido a la posibilidad de proponer alternativas, aun con plena conciencia de que la escuela no puede, ella sola, resolver completamente el problema; varias facetas del mismo están fuera de su dominio. Es preciso mostrar otros caminos, en los que se concrete la educación de la sensibilidad, de la voluntad, de la genuina libertad de los muchachos y las chicas. El funcionamiento del colegio –lo he dicho muchas veces– no puede limitarse al horario de las clases; su apertura a otras actividades de formación complementaria, de recreación sana y humanizante, es fundamental. Pongo como ejemplo la invención salesiana del oratorio, que podría ocupar, con carácter de participación optativa, el sábado de los alumnos. Todo depende del ingenio, el gusto, la paciencia que se ponga en ofrecerles un ámbito en el que se expansionen el alma y el cuerpo, la sensibilidad y el espíritu, donde se cultiven los valores naturales y los específicamente cristianos. Que se diviertan y a la vez se enriquezcan; que crezcan y afiancen su personalidad, que vivan la amistad. Además, hay que mostrarles, con buenos argumentos, las limitaciones, los peligros, los desvíos del género de diversión ampliamente admitido como único válido y acompañarlos en una evaluación crítica de sus propias experiencias.

La educación musical debería ser asumida seriamente. La tradición clásica y cristiana da testimonio de su valor formativo específico, que es irreemplazable. Pero me refiero a la buena música, aquella de la que hablaba Platón cuando dijo: la música encuentra su coronamiento propio en el amor de lo bello. Los chicos deben alcanzar mediante el conocimiento histórico, la experiencia auditiva y la práctica musical, el gusto de la belleza que los libere de la adicción gregaria al rock y a otros ritmos en los que han retornado, secularizados, los modelos dionisíacos y orgiásticos en los que el yo se disuelve en el ruido hiperdecibélico y la masificación. No hace mucho en una escuela me refirieron complacidos los resultados de un “taller de murga”. Yo recordaba la definición del diccionario: murga: compañía de músicos malos… etc. ¿Por qué no un coro que se aventure incluso en la polifonía, una clásica banda de instrumentos de viento, un conjunto de cámara, una orquesta? Con tiempo y empeño pueden lograrse, en cualquiera de los niveles sociales y culturales, y teniendo en cuenta que a los pobres, especialmente a ellos, les debemos lo mejor.

El viaje de egresados

         Para concluir con la mención de algunas alternativas, me atrevo a decir una palabra sobre el viaje de egresados, que con su prólogo y las fiestas que lo prolongan absorben prácticamente el último año del secundario y lo tornan poco menos que inútil, infructuoso. Habría que prestar atención, por otra parte, a la anticipada versión del viaje de egresados al concluir el ciclo primario, costumbre que se va generalizando. El colegio no puede seguir mirando para otro lado, con resignación ante lo que parece irremediable y reclamando que, al menos, los viajeros no usen su nombre. No se salva la fama a ese precio. El viaje de egresados debería incluirse en el proyecto educativo de la institución y ser organizado por ella. Habría que superar “el mito de Bariloche” con una propuesta institucional, obligatoria, que incluya junto a la sana diversión –no la copia aumentada del boliche semanal– el conocimiento de nuestro territorio y nuestra historia o el aporte solidario a comunidades alejadas y carecientes. El viaje de estudio, de solidaridad o de misión podría ocupar los días concedidos oficialmente por el calendario escolar y sería algo así como el sello del itinerario formativo. Todo tendría que estar previsto desde el ingreso del alumno al colegio, y ser aceptado por los padres como una condición más, renunciando expresamente a escapadas o arreglos paralelos. ¿Parece una utopía? No lo es; es una meta ideal, en plena coherencia con el espíritu de la educación católica. Es también exigente; reclama de los responsables creatividad, el arte de la persuasión, paciencia, coraje y mucho amor.

La dimensión social y ciudadana

         Abordo ahora un último tramo de la posible travesía de las fronteras: la educación para la vida social. Este aspecto de la formación debe comenzar en el seno de la familia; de hecho, bien o mal empieza a verificarse espontáneamente desde el nacimiento. Una socialización adecuada es proporcional al afianzamiento de la personalidad; difícilmente ésta podrá crecer, integrarse plenamente y madurar sin una incorporación participativa en las diversas comunidades de pertenencia y en el todo social. Digamos de paso que el mismo principio vale para la formación específicamente cristiana, que no logra su objetivo en plenitud sin el desarrollo de una conciencia eclesial, sin una incorporación activa a la comunidad de la Iglesia.

         La educación para la vida social es un capítulo, o más bien una dimensión de la educación integral; se trata siempre de favorecer el desarrollo de una magnitud esencial de la personalidad del hombre, definido por Aristóteles como zoon politikón, animal político o ser social. La maduración de este aspecto fundamental requiere la apertura de un amplísimo campo formativo, que incluye la preparación para el ejercicio de los derechos y deberes propios del ciudadano. Podríamos enunciarlo aproximadamente en los términos de la Grecia clásica: la politéia, el entrenamiento en el género de vida propio de un ciudadano es un aspecto importante, inseparable, de la paidéia, de la educación integral de un hombre libre, que no puede descuidar la dimensión social. En este ámbito, la tarea de la escuela no puede reducirse a la transmisión de conocimientos; debe procurar también suscitar y plasmar actitudes. El horizonte teórico incluye una concepción de la sociedad y sus articulaciones inspirada en la recta razón, y una noción plenaria de la justicia. Recientemente, Benedicto XVI en su mensaje para la Jornada Mundial de la Paz, ha dicho al respecto: En nuestro mundo, en el que el valor de la persona, de su dignidad y de sus derechos, más allá de las declaraciones de intenciones, está seriamente amenazado por la extendida tendencia a recurrir exclusivamente a los criterios de utilidad, del beneficio y del tener, es importante no separar el concepto de justicia de sus raíces trascendentes. La justicia, en efecto, no es una simple convención humana, ya que lo que es justo no está determinado originariamente por la ley positiva, sino por la identidad profunda del ser humano. La visión integral del hombre es lo que permite no caer en una concepción contractualista de la justicia y abrir también para ella el horizonte de la solidaridad y del amor.

La tentación ideológica

         En las recientes disposiciones curriculares del sistema educativo, lo que propongo llamar “educación para la vida social” corresponde específicamente al área titulada “Construcción de ciudadanía” y a la similar “Política y ciudadanía”, reservada al último año del ciclo secundario; aunque como he indicado antes, en cuanto aspecto de la formación personal no puede recluirse en los términos programáticos de una o dos materias. Subrayo, no obstante, la importancia decisiva del horizonte teórico, en el que puede filtrarse la manipulación ideológica. Al respecto, Jacques Maritain formulaba hace casi setenta años una sabia advertencia al referirse a la enseñanza de la ética de la vida política y social: Particularmente deberá resistir a la tentación de falsear y echar a perder toda su labor convirtiéndose en instrumento del Estado para formar a la juventud según el patrón colectivo impuesto por el orgullo, las concupiscencias y los mitos de la comunidad terrestre. No parece fácil en la Argentina resistir a esa tentación. Apelo a mis recuerdos de alumno de la escuela estatal. Durante el segundo gobierno del general Perón los libros escolares de lectura nos instruían sobre las realizaciones de la Nueva Argentina y las bondades del Plan Quinquenal, y en quinto y sexto grado el texto era “La razón de mi vida”, de Eva Perón. Después de la revolución y el cambio de gobierno, otra corriente intentó, en la asignatura que se llamaba “Educación democrática”, que los chicos de primer año nos convenciéramos de la perversidad de la que llamaban “segunda tiranía”. En los diseños curriculares recientemente establecidos –conozco bien los de la provincia de Buenos Aires– llama la atención la unilateralidad ideológica: la bibliografía inspiradora reúne los nombres de Gramsci, Foucault y Horkheimer. Se adopta una concepción dialéctica de la realidad que la reduce a la dimensión socio-histórica; las relaciones sociales serían siempre relaciones de poder y de lucha por mejores espacios, bienes y derechos. Según estos principios, la escuela tiene la misión de formar a los alumnos con un sentido crítico que proceda a desnaturalizar los fenómenos sociales y deberán aprender que toda visión del mundo será valorada por el poder acumulado que la sustenta y no por su verdad intrínseca. Se afirma que el derecho y la justicia surgen de la lucha social, y así la ética es devorada por la praxis política. Sería oportuno averiguar si los padres de familia están de acuerdo con que se forme a sus hijos conforme a estos postulados, más bien esotéricos y nada inocentes.

La inspiración cristiana

         En el subsistema educativo eclesial el horizonte teórico nos es provisto por la enseñanza social de la Iglesia, que encontramos resumida en el Compendio publicado por iniciativa de Juan Pablo II en 2004, pero obviamente este aspecto capital de la formación de la persona no puede reducirse a un curso de doctrina social; a la adquisición por los alumnos de convicciones verdaderas y firmes debe acompañar el cultivo de hábitos virtuosos, en un incipiente ejercicio que los prepare a ser ciudadanos responsables. Es esencial la percepción del sentido auténtico de la justicia y la orientación en su práctica; en la escuela se educa en la superación de discriminaciones injustas, odios y resentimientos, en el respeto mutuo y en el sentido de la participación y la colaboración. La escuela es para el alumno como un mundo en pequeño, y lo que allí ocurre tiene un valor simbólico que es fuertemente educativo, allí se lo habilita para una vida de amistad social. La preparación para el ejercicio de derechos y responsabilidades políticas propias del ciudadano conlleva la iniciación progresiva en el reconocimiento de los problemas de la comunidad, que no esté deformado por prejuicios ideológicos y por una versión sesgada de la historia nacional.

         He señalado la centralidad de la justicia, pero ella sola no es suficiente; su ejercicio tiene que ser sostenido por la veracidad, el respeto, la lealtad, la gratitud, la generosidad. Además requiere para no desviarse de la grandeza de alma, la templanza y la iluminación de la prudencia, que brinda los criterios de acción y guía en la realización del bien. Esta alusión a una teoría de la conexión de las virtudes deja ver que no es fácil la educación en la justicia; sin embargo, aquí está la clave del mejoramiento de la sociedad. El Catecismo de la Iglesia Católica (2832) lo expresa así: no hay estructuras justas sin seres humanos que quieran ser justos: La inspiración cristiana de este propósito educativo nos lleva a insistir en la importancia de la solidaridad como compañera inseparable de la justicia: es la determinación de empeñarse por el bien común, es decir, por el bien de todos y cada uno, para que todos seamos verdaderamente responsables de todos; así lo definió Juan Pablo II. La palabra solidaridad con este sentido es relativamente reciente. En la antigüedad cristiana se hablaba simplemente de humanidad. San Gregorio Nacianceno decía: Dios nos pide que seamos humanos, y según Lactancio es necesario que practiquemos siempre la virtud de la humanidad si queremos ser hombres realmente, y no sólo de nombre. Cito una vez más a Benedicto XVI: Que todo ambiente educativo sea un lugar de apertura al otro y a lo trascendente; lugar de diálogo, de cohesión y de escucha, en el que el joven se sienta valorado en sus propias potencialidades y riqueza interior, y aprenda a apreciar a los hermanos. Que enseñe a gustar la alegría que brota de vivir día a día la caridad y la compasión por el prójimo, y de participar activamente en la construcción de una sociedad más humana y fraterna.

         Desde este ángulo particular apuntamos a la esencia misma de la educación: formar al hombre. Hacer de nuestros muchachos y chicas hombres y mujeres de bien, dotarlos de certezas y amores para que atraviesen gallardamente todas las fronteras.


     + Héctor Aguer
Arzobispo de La Plata

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