por Ramiro Pellitero Iglesias
¿Cuáles son las condiciones para un diálogo fecundo entre la fe y la ciencia? Podría adelantarse que ante todo las dos partes de esa relación deben ser auténticas: una fe «vivida» y una ciencia que lo sea también verdaderamente.
Toda universidad, que por definición debe preparar a la persona para afrontar la vida y construir el futuro de la sociedad, requiere esta reflexión. Y dentro de la universidad parece más apremiante aún en una facultad de medicina, que forma al futuro científico para atender al enfermo que sufre; y ha de hacerlo con esmero del que trata a una persona, dotada de la plena dignidad humana, y que se encuentra necesitada de su ayuda.
Por ello la esmerada atención al enfermo es signo visible de la calidad educadora de la institución que gradúa al médico. Y, por el contrario, su carencia sería luz roja intermitente que señala la urgencia de revisar los planes de estudio y el modo de impartir la ciencia y seguir las prácticas de los alumnos que en ella se forman.
Sobre estos temas ha reflexionado Benedicto XVI con motivo de los 50 años de la Facultad de Medicina del Policlínico Gemelli, perteneciente a la Universidad Católica del Sacro Cuore (Roma).
También el científico busca el sentido de la vida
El Papa ha señalado en primer lugar que en nuestro tiempo «las ciencias experimentales han transformado la visión del mundo e incluso la autocomprensión del hombre». Pero al mismo tiempo las tecnologías innovadoras «a menudo no carecen de aspectos inquietantes». Concretamente, «un reduccionismo y un relativismo que llevan a perder el significado de las cosas». Como resultado, no se responde a la demanda de sentido, se margina la dimensión trascendente de la persona y se empobrece la ética.
Con ello se olvidan las raíces culturales de Europa, según las cuales el cultivo de las ciencias profanas es simultáneo a la búsqueda de Dios.
En efecto, «la investigación científica y la demanda de sentido, aun en la específica fisonomía epistemológica y metodológica, brotan de un único manantial, el Logos que preside la obra de la creación y guía la inteligencia de la historia».
En cambio actualmente «una mentalidad fundamentalmente tecno-práctica genera un peligroso desequilibrio entre lo que es técnicamente posible y lo que es moralmente bueno, con consecuencias imprevisibles».
«En el fondo –explica el Papa– el hombre de ciencia tiende, también de modo inconsciente, a alcanzar aquella verdad que puede dar sentido a la vida».
Pero esto no le es posible con sus solas fuerzas, al margen de la fe. Por eso la búsqueda de Dios por parte del hombre debe reconocer la iniciativa de Dios que busca con amor al hombre en Cristo (cf. Juan Pablo II, Tertio millennio adveniente, 7).
Cristo, horizonte para la fe y la ciencia
Con esta argumentación alcanza Benedicto XVI una primera conclusión de su discurso: Cristo como horizonte no sólo para la fe sino también, a través de la fe, para la razón y la ciencia humana. Cristo, camino, verdad y vida para el hombre (cf. Jn 14, 6). Camino, porque manifiesta el amor a Dios e invita a buscarlo. Verdad, porque en Él se conoce y se alcanza el proyecto más pleno del hombre. Vida porque es imagen de la Vida plena, es decir, de Dios.
La segunda parte del discurso comienza refiriéndose al sufrimiento (recordemos el contexto: la celebración de los 50 años de la Facultad de Medicina).
En unión con Cristo por la fe, entiende el Papa, se puede lograr el bien y la vida incluso en las realidades del sufrimiento y de la muerte: «En la cruz de Cristo (el hombre) reconoce el Árbol de la vida, revelación del amor apasionado de Dios por el hombre».
La fe y el amor impulsan la investigación propiamente humana.
Por eso encontrarse con los enfermos y servirles es encontrarse con Cristo, ser instrumentos de su misericordia y manifestar su victoria: «La atención hacia quienes sufren es, por tanto, un encuentro diario con el rostro de Cristo, y la dedicación de la inteligencia y del corazón se convierte en signo de la misericordia de Dios y de su victoria sobre la muerte».
De esta manera –retoma Benedicto XVI el hilo de su argumento–, la búsqueda de Dios, con las dos alas de la ciencia y de la fe, «resulta fecunda para la inteligencia, fermento de cultura, promotora de auténtico humanismo, búsqueda que no se queda en la superficie».
Esta tarea de profundización en lo propiamente humano es muy específica de una universidad católica, «que no limita el aprendizaje a la funcionalidad de un éxito económico, sino que amplía la dimensión de su proyección, en la que el don de la inteligencia investiga y desarrolla los dones del mundo creado, superando una visión sólo productivista y utilitarista de la existencia, porque el ser humano está hecho para el don, el cual manifiesta y desarrolla su dimensión trascendente’ (enc. Caritas in veritate, 34)».
Se puede conseguir esta meta, observa el Papa llegando a la cima de su discurso, porque «la perspectiva de la fe es interior –no superpuesta ni yuxtapuesta– a la investigación aguda y tenaz del saber». Y porque «es precisamente el amor de Dios, que resplandece en Cristo, el que hace aguda y penetrante la mirada de la investigación y ayuda a descubrir lo que ninguna otra investigación es capaz de captar. (…) Sin amor, también la ciencia pierde su nobleza. Sólo el amor garantiza la humanidad de la investigación».
Se trata, en síntesis, de una propuesta nada pequeña.
En el creyente, la fe ha de iluminar y fecundar desde dentro la investigación y la ciencia. El científico, también el no creyente, busca la verdad y cuenta con la razón. Si no se deja reducir, en su horizonte, por la mentalidad utilitarista y relativista, puede reconocer la racionalidad de lo creado, y, por tanto, su creador.
Dios: la gran cuestión de la fe y también de la ciencia
La cuestión de Dios, por utilizar el lenguaje de Joseph Ratzinger, resulta así no sólo una cuestión «de religión», sino también de razón y de ciencia. Primero, porque la sola razón puede llegar –muchos han llegado- a la existencia de Dios, la inmortalidad del alma y el juicio final. Por tanto el argumento de Dios no es simplemente «un argumento de religión», ni se puede descartar como no científico. Si alguien lo piensa así, se le podría animar a preguntarse si no tiene una visión reducida de la ciencia. Segundo, porque la fe cristiana no camina «en paralelo» con la razón y la ciencia, ni tampoco las detiene o las desvía; más bien al contrario, las purifica e impulsa.
Así, para una colaboración que sea fecunda al servicio de la humanidad, entre la fe y la ciencia, es condición, en el creyente, la valentía de la fe que le lleve a comprometerse por Dios al servicio «real» de los hombres. Y también es condición, en todos, la apertura de la razón hacia la profundidad y la altura de lo propiamente humano; la valentía de la razón y de la ciencia que permite contribuir a iluminar y aliviar el sufrimiento, bajo el impulso del amor.
Padre Ramiro Pellitero Iglesias, Profesor de Teología Pastoral en la Universidad de Navarra.
Fuente: conoZe.com (17.V.2012)
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