Mons. José M. Arancedo.
Como es costumbre en nuestra Iglesia santafesina el 30 de septiembre, Fiesta de san Jerónimo Patrono de la ciudad y la provincia, celebramos las ordenaciones sacerdotales en la Basílica de Guadalupe, Patrona de nuestra Arquidiócesis.
En este día muchos sacerdotes celebran sus aniversarios de ordenación.
Esta circunstancia de nuestra vida eclesial me lleva a reflexionar sobre el sacerdocio.
Ante todo, debemos decir, que vamos a hablar de una realidad que ha sido pensada y definida en sus rasgos esenciales por el mismo Jesucristo. No estamos ante un ministerio que la Iglesia ha creado para cubrir una necesidad, sino ante un hecho a través del cual el mismo Jesucristo, de un modo sacramental único y personal ha querido, diría, seguir ejerciendo su ministerio.
Sacar el sacerdocio de esta referencia a su persona y misión sería desvirtuarlo. No se trata de una carrera que yo elijo para orientar mi futuro, sino una vida y misión que debo asumir. El texto que mejor expresa esta realidad son las palabras del mismo Jesús a los apóstoles: “Como el Padre me envío a mí, yo también los envío a ustedes” (Jn. 20, 21). Este envío no es como un mandato exterior que recibe el sacerdote de Jesucristo, sino un asociarlo a su misma persona y ministerio.
Cuando el sacerdote dice en la Misa: “Esto es mi cuerpo”, se refiere al Cuerpo de Cristo. El actúa, “in persona Christi”. La razón de esta verdad es simple, así lo determinó el Señor.
Acostumbro a decir que Él se creó un sacramento para seguir actuando, a través de los hombres, en nuestra historia.
Lo sacramental implica una dimensión humana que es expresión de la teología de la encarnación, es el modo con el cual Dios actúa. El Hijo de Dios se encarnó, asumió la fragilidad de lo humano. Esto es propio de la fe cristiana.
Existe la tentación, en algunas corrientes de espiritualidad, de suprimir lo humano para encontrarnos con Dios. Jesucristo llega a nosotros utilizando, diría, materiales de nuestra orilla para comunicarnos la vida de Dios.
Esto que habla de la cercanía de Dios es una exigencia para el sacerdote. Al justificar su ministerio apostólico san Pablo utiliza una imagen muy clara: “Pero nosotros llevamos ese tesoro en recipientes de barro, para que se vea bien que este poder extraordinario no procede de nosotros, sino de Dios” (2 Cor. 4, 7).
Como vemos, el ministerio sacerdotal tiene su fuente en Jesucristo y se expresa sacramentalmente en la Iglesia. Su fuerza no proviene de un mandato recibido del pueblo, sino del poder de Dios. El primero que debe vivir con fe y humildad este misterio es el mismo sacerdote, pero también es un desafío a la fe de los cristianos, que deben descubrir y valorar este camino que Jesucristo ha elegido para comunicarnos la riqueza de la vida de Dios.
Sólo en este ámbito de la misión de Jesucristo, podemos comprender el sacerdocio ministerial.
Quiero agradecer la vida y la entrega de nuestros sacerdotes, al tiempo que pido al Señor siga llamando jóvenes para seguir a su Hijo, Jesucristo, en este único y personal ministerio al servicio de los hombres.
Reciban, junto a mi afecto y oraciones, mi bendición en el Señor y nuestra Madre de Guadalupe.
Mons. José María Arancedo
Arzobispo de Santa Fe de la Vera Cruz
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