Queridos hermanos y hermanas: el pasado miércoles, con el comienzo del Año de la Fe, comencé una nueva serie de catequesis sobre la fe.
Hoy quisiera reflexionar con ustedes
sobre lo elemental: ¿qué es la fe? ¿tiene sentido la fe en un mundo donde
la ciencia y la tecnología han abierto nuevos horizontes hasta hace poco
impensables? ¿qué significa creer hoy en día?
En efecto, en nuestro
tiempo es necesaria una educación renovada en la fe, que abarque por cierto
el conocimiento de sus verdades y de los acontecimientos de la salvación,
pero que, en primer lugar, nazca de un verdadero encuentro con Dios en
Jesucristo, de amarlo, de confiar en Él, de modo que abrace toda nuestra
vida.
En la actualidad, junto con tantos signos buenos, crece también en nuestro
alrededor un desierto espiritual. A veces, se tiene la sensación – ante
ciertos acontecimientos de los que recibimos noticias cada día – de que el
mundo no se encamina hacia la construcción de una comunidad más fraterna y
pacífica, las mismas ideas de progreso y bienestar muestran también sus
sombras.
A pesar de la grandeza de los descubrimientos de la ciencia y de
los avances de la tecnología, el hombre de hoy no parece ser verdaderamente
más libre, más humano, permanecen todavía muchas formas de explotación, de
manipulación, de violencia, de opresión, de injusticia ... Además, un
cierto tipo de cultura ha educado a moverse sólo en el horizonte de las
cosas, en lo posible, a creer sólo en lo que vemos y tocamos con nuestras
manos.
Pero por otro lado, aumenta también el número de personas que se
sienten desorientadas y que tratan de ir más allá de una visión puramente
horizontal de la realidad, que están dispuestas a creer en todo y su
contrario.
En este contexto, vuelven a surgir algunas preguntas
fundamentales, que son mucho más concretas de lo que parecen a primera
vista: ¿qué sentido tiene vivir? ¿hay un futuro para el hombre, para
nosotros y para las generaciones futuras? ¿en qué dirección orientar las
decisiones de nuestra libertad para lograr en la vida un resultado bueno y
feliz resultado ser un éxito y una vida feliz? ¿qué nos espera más allá
del umbral de la muerte?
De estas preguntas que no se logran apagar, emerge cómo el mundo de la
planificación, del cálculo exacto y de la experimentación, en una palabra,
el conocimiento de la ciencia, si bien son importantes para la vida humana,
no son suficientes.
Nosotros necesitamos no sólo el pan material,
necesitamos amor, sentido y esperanza, un fundamento seguro, un terreno
sólido que nos ayude a vivir con un sentido auténtico, incluso en la crisis,
en la oscuridad, en las dificultades y problemas cotidianos.
La fe nos
dona precisamente esto: en una confiada entrega a un "Tú", que es Dios, el
cual me da una certeza diferente, pero no menos sólida que la que proviene
del cálculo exacto o de la ciencia.
La fe no es un mero asentimiento intelectual del hombre a las verdades
particulares sobre Dios, es un acto con el cual me entrego libremente a un
Dios que es Padre y me ama, es adhesión a un "Tú" que me da esperanza y
confianza.
Ciertamente, esta unión con Dios no carece de contenido: con
ella, sabemos que Dios se ha revelado a nosotros en Cristo, que hizo ver su
rostro y se acercó realmente a cada uno de nosotros.
Aún más, Dios ha
revelado que su Amor al hombre, a cada uno de nosotros es sin medida: en la
Cruz, Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre nos muestra, en la
forma más luminosa, hasta dónde llega este Amor, hasta darse a sí mismo
hasta el sacrificio total.
Con el misterio de la muerte y resurrección de Cristo, Dios desciende hasta
el fondo de nuestra humanidad, para volverla a llevar hacia Él, para
elevarla hasta que alcance su altura.
La fe es creer en este Amor de Dios,
que nunca falla ante la maldad de los hombres, ante el mal y la muerte, sino
que es capaz de transformar todas las formas de esclavitud, brindando la
posibilidad de la salvación.
Tener fe, entonces, es encontrar a ese "Tú," a Dios, que me sostiene y me
concede la promesa de un Amor indestructible, que no sólo aspira a la
eternidad, sino que la dona; es entregarme a Dios con la actitud confiada de
un niño, que sabe que todas sus dificultades y todos sus problemas están a
salvo en el "tú" de la madre.
Y esta posibilidad de la salvación por medio
de la fe es un don que Dios ofrece a todos los hombres.
Creo que
deberíamos meditar más a menudo - en nuestra vida cotidiana, caracterizada
por problemas y situaciones a veces dramáticas – sobre el hecho de que creer
cristianamente implica ese entregarme con confianza al sentido profundo que
me sostiene - a mí y al mundo – ese sentido que no somos capaces de darnos
nosotros mismos, sino que sólo podemos recibir como don, y que es el
cimiento sobre el cual podemos vivir sin miedos.
Y debemos ser capaces de
proclamar y anunciar esta certeza liberadora y tranquilizadora de la fe, con
palabras y con nuestras acciones para mostrarla con nuestra vida como
cristianos.
A nuestro alrededor, sin embargo, vemos cada día que muchas personas son
indiferentes o se niegan a aceptar este anuncio.
Al final del Evangelio de
Marcos, hoy tenemos palabras duras de Resucitado que dice: "El que crea y se
bautice, se salvará. El que no crea, se condenará." (Marcos 16:16).
Se
perderá a sí mismo. Los invito a reflexionar sobre esto. La confianza en
la acción del Espíritu Santo, siempre nos debe empujar a predicar el
Evangelio, a dar testimonio valiente de la fe; pero, además de la
posibilidad de una respuesta positiva al don de la fe, también existe el
riesgo de rechazo del Evangelio, de no querer recibir el encuentro vital con
Cristo.
San Agustín ya ponía este problema en un comentario sobre la
parábola del sembrador: "Nosotros hablamos - decía- tiramos la semilla,
esparcimos la semilla. Hay quienes desprecian, hay los que critican, los
que se burlan. Si les tememos, no tenemos nada que sembrar y el día de la
cosecha perderemos la cosecha. Así pues, venga la semilla de la buena
tierra" (Discursos sobre la disciplina cristiana, 13,14: PL 40, 677-678).
El rechazo, por lo tanto, no nos debe desalentar. Como cristianos, somos
testigos de este suelo fértil, nuestra fe, incluso dentro de nuestros
límites, demuestra que hay buena tierra, donde la semilla de la Palabra de
Dios produce frutos abundantes de justicia, paz y amor, de nueva humanidad,
de salvación.
Y toda la historia de la Iglesia, con todos los problemas,
demuestra también que existe la tierra buena, existe la semilla buena que da
fruto.
Pero preguntémonos: ¿de dónde saca el hombre aquella apertura de corazón y
de la mente para creer en el Dios que se ha hecho visible en Jesucristo,
muerto y resucitado, para recibir su salvación, para que Él y su Evangelio
sean la guía y la luz de la existencia? Respuesta: Podemos creer en Dios
porque Él viene a nosotros y nos toca, porque el Espíritu Santo, don del
Señor resucitado, nos hace capaces de acoger el Dios vivo.
La fe es, pues,
ante todo un don sobrenatural, un don de Dios.
El Concilio Vaticano II
afirma, cito: " Para profesar esta fe es necesaria la gracia de Dios, que
proviene y ayuda, y son necesarios los auxilios internos del Espíritu Santo,
el cual mueve el corazón y lo convierte a Dios, abre los ojos de la mente y
da "a todos la suavidad en el aceptar y creer la verdad" (Constitución
dogmática. Dei Verbum, 5). La base de nuestro camino de fe es el bautismo,
el sacramento que nos da el Espíritu Santo, que nos hace hijos de Dios en
Cristo, y marca la entrada en la comunidad de fe, en la Iglesia: no se cree,
sin prevenir la gracia del Espíritu; y no creemos solos, sino junto con los
hermanos. A partir del Bautismo cada creyente está llamado a re-vivir y
hacer su propia confesión de fe, junto con sus hermanos.
La fe es un don de Dios, pero también es un acto profundamente humano y
libre.
El Catecismo de la Iglesia Católica lo dice claramente: "Sólo es
posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo.
Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es
contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre " (n. 154). Es
más, las implica y los exalta, en una apuesta de vida que es como un éxodo,
es decir: un salir de sí mismos, de los propias seguridades, de los propios
esquemas mentales, para confiarse a la acción de Dios que nos muestra su
camino para con seguir la verdadera libertad, nuestra identidad humana, la
verdadera alegría de corazón, la paz con todos.
Creer es confiarse
libremente y con alegría al plan providencial de Dios en la historia, como
lo hizo el patriarca Abraham, como lo hizo María de Nazaret.
La fe es,
pues, un consentimiento con el que nuestra mente y nuestro corazón dicen su
"sí" a Dios, confesando que Jesús es el Señor.
Y este "sí" transforma la
vida, le abre el camino hacia una plenitud de sentido, que la hace nueva,
rica de alegría y esperanza fiable.
Queridos amigos, nuestro tiempo requiere cristianos que han sido aferrados
por Cristo, que crezcan en la fe a través de la familiaridad con las
Sagradas Escrituras y los Sacramentos.
Personas que sean casi como un
libro abierto que narra la experiencia de la vida nueva en el Espíritu, la
presencia del Dios que nos sostiene en el camino y nos abre a la vida que no
tendrá fin. Gracias.
(24/10/12)
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