jueves, 17 de abril de 2014

La virtud de la prudencia

Las vírgenes prudentes
Como bien resume el Catecismo (1806): La prudencia es la virtud que dispone la razón práctica a discernir en toda circunstancia nuestro verdadero bien y a elegir los medios rectos para realizarlo. “El hombre cauto medita sus pasos” (Pr 14, 15). “Sed sensatos y sobrios para daros a la oración” (1 P 4, 7)
La prudencia es la “regla recta de la acción”, escribe santo Tomás (Summa theologiae, 2-2, q. 47, a. 2, sed contra), siguiendo a Aristóteles. No se confunde ni con la timidez o el temor, ni con la doblez o la disimulación. Es llamada auriga virtutum: conduce las otras virtudes indicándoles regla y medida. Es la prudencia quien guía directamente el juicio de conciencia. El hombre prudente decide y ordena su conducta según este juicio. Gracias a esta virtud aplicamos sin error los principios morales a los casos particulares y superamos las dudas sobre el bien que debemos hacer y el mal que debemos evitar.

Voluntad y razón en la constitución y ejercicio de la virtud de la prudencia
La prudencia se refiere al conocimiento de las acciones que debemos desear o rechazar. El hombre prudente compara lo pasado con lo presente para prever y disponer la acción futura; delibera sobre lo que puede suceder y sobre lo que conviene hacer u omitir para alcanzar su fin. La prudencia implica conocimiento y discurso. Es, por tanto, una virtud de la razón práctica, un hábito cognoscitivo, una virtud intelectual.


La razón especulativa conoce y contempla la verdad. Su objeto es lo necesario y universal, lo que no cambia, como las verdades de la ética y de la metafísica. Pero la prudencia tiene como objeto propio las acciones concretas, contingentes, temporales, que debemos realizar aquí y ahora en orden a un fin. Y todo esto pertenece a la razón práctica.



Las acciones concretas son objeto de la prudencia no en cuanto a su bondad, sino en cuanto a su verdad. En caso contrario no sería una virtud intelectual sino moral: «Las cosas agibles son materia de la prudencia según que son objeto de la razón, a saber, bajo la razón de verdad».



Por todo ello, Aristóteles definía brevemente la prudencia como la «recta razón de lo agible» (recta ractio agibilium). Es razón porque su sujeto es esta potencia cognoscitiva. Es de lo agible porque se refiere a los actos humanos libres en cuanto hacen moralmente mejor o peor a la persona que los realiza, y no a las acciones en cuanto medios para producir o fabricar alguna cosa (aspecto al que se refiere el arte o la técnica). Y es recta por ser una virtud que perfecciona, rectifica, corrige a la razón para que el acto que se realice sea acertado, el mejor desde el punto de vista moral.



Aunque la prudencia es una virtud cognoscitiva, lo que se conoce se refiere a la vida moral, es decir, a algo en lo que interviene la voluntad con sus actos y virtudes. Por eso afirma Santo Tomás que «la prudencia no está sólo en la razón, sino que tiene algo en el apetito». Si bien “formalmente” es una virtud intelectual, su “materia” es moral; de ahí que pueda considerarse una virtud “media” entre las intelectuales y las morales:



«La prudencia es media entre las morales y las intelectuales: pues es esencialmente intelectual, ya que es hábito cognoscitivo, y que perfecciona a la razón; pero es moral en cuanto a la materia, en cuanto que es directiva de las virtudes morales, ya que es recta razón acerca de lo agible».


La prudencia como medida o guía de las virtudes morales


Las virtudes morales no se autodirigen, pues la voluntad no conoce. Es la prudencia la que las dirige, orienta y regula, de modo que se puede llamar “auriga virtutum”. Incluso la conexión entre las distintas virtudes depende de la prudencia, pues para unir los actos de la voluntad es preciso conocer y comparar, y esto es propio de la razón.



La orientación que presta la prudencia consiste en determinar el justo medio para alcanzar el fin, pero no en determinar el fin: «No pertenece a la prudencia fijar el fin de las virtudes morales, sino sólo disponer de aquellas cosas que miran al fin». Gracias a la prudencia encontramos, conocemos, elegimos la acción que aquí y ahora, en estas circunstancias concretas, constituye el medio adecuado, verdadero, para llegar al fin, que es la felicidad. Gracias a la prudencia, las virtudes morales realizan el bien conforme a la verdad; verdad que es conforme a una realidad caracterizada por circunstancias determinadas.



La prudencia es «sabiduría de corazón que orienta y rige otras muchas virtudes. Por la prudencia el hombre es audaz, sin insensatez; no excusa, por ocultas razones de comodidad, el esfuerzo necesario para vivir plenamente según los designios de Dios. La templanza del prudente no es insensibilidad ni misantropía; su justicia no es dureza; su paciencia no es servilismo».



De todas formas, la prudencia no es la única condición para que se dé la virtud moral. Previamente a la prudencia se requiere conocer el fin al que se dirige la prudencia, y este conocimiento previo y superior es propio de la sindéresis o hábito de los primeros principios prácticos.



También es previa a la prudencia la inclinación de la voluntad al fin. Este fin sólo es asequible por parte de la voluntad si hay en ella una recta inclinación a él. Ahora bien, esta inclinación se fortalece con las virtudes morales. Por tanto, si la prudencia es requisito de las virtudes morales, también las virtudes morales son un requisito de la prudencia. Esta especie de “círculo virtuoso” no constituye un difícil problema si se tiene en cuenta que la prudencia y las demás virtudes no están en el mismo plano ni tienen la misma función. Pero es importante no considerar esta interconexión como una simple cuestión académica. Se trata, en último término, de la relación entre verdad y libertad. En muchas ocasiones, la falta de prudencia, la incapacidad de discernir lo verdadero de lo falso, o lo que se ha llamado “ceguera para los valores”, no se debe tanto a una deficiencia intelectual cuanto a la mala disposición de la voluntad, es decir, a una conducta inmoral más o menos arraigada. Con dos versos de Lope, podemos decir «que los vicios ponen, a los ojos vendas».

Las partes o elementos que integran la virtud de la prudencia


Las partes de la prudencia no son virtudes diversas de la prudencia, sino requisitos imprescindibles para que se dé esta virtud. Santo Tomás señala ocho: cinco pertenecen a la prudencia en cuanto escognoscitiva: memoria, inteligencia, docilidad, solercia o sagacidad y razón; y tres en cuanto es preceptiva: providencia o previsión, circunspección y precaución.
La memoria
La memoria es el sentido interno cuyo objeto propio son los recuerdos referidos a realidades particulares y concretas del pasado. Para llevar a cabo una acción se requiere experiencia del pasado, saber qué sucede en la mayoría de los casos, aprender las lecciones que da la vida. Hay que recurrir a la memoria individual si se trata de la conducta personal, y a la memoria colectiva o historia si se trata de la prudencia social, la que se refiere a la dirección de un grupo de personas. No se trata, pues, de acumular datos en la memoria, sino extraer de ellos, mediante la meditación, la verdad que nos puede dirigir en el futuro. Es la actitud de Santa María, de la que nos dice el Evangelio que «guardaba todas estas cosas en su corazón» (Lc 2, 51).


Si la función de la prudencia es que el conocimiento de la realidad sea la medida del obrar, es imprescindible que el conocimiento del pasado (la memoria) sea fiel a la realidad.


La inteligencia
La inteligencia, en cuanto parte integral de la prudencia, consiste, en primer lugar, en el hábito natural de los primeros principios, y, en segundo lugar, en el uso práctico de la inteligencia, que puede ser obstaculizado, oscurecido, por las propias pasiones desordenadas, mientras que las virtudes morales lo facilitan.


La inteligencia de la que aquí se trata «designa lo que hoy día se llamaría el sentido de lo real o también el sentido de lo posible (...). En principio puede parecer cosa fácil abrir los ojos, los del espíritu como los del cuerpo. Pero la experiencia muestra que muchas personas son miopes de espíritu como de los ojos, y sólo se dan cuenta de ello con ocasión de un accidente. En efecto, muchos hombres no ven las cosas como son, sino como ellos querrían que fueran. Obedecen a veces a prejuicios, a ideas preconcebidas». Para poder ver las cosas como son, es preciso, antes de nada, querer que las cosas sean lo que son y no lo que a nosotros nos gustaría que fueran. Esto quiere decir respeto a la realidad, actitud de apertura a lo real, y sólo es posible al hombre libre. El esclavo de su orgullo, del placer o de cualquier pasión, no respeta la realidad porque no impone silencio a sus pasiones, todo lo refiere a sí mismo y sólo se oye a sí mismo.



«La prudencia tiene por objeto, como queda dicho, las acciones particulares. Pero, como éstas se presentan en infinita variedad de modalidades, no puede un solo hombre considerarlas todas a través de corto plazo, sino después de mucho tiempo. De ahí que, en materia de prudencia, el hombre necesita de la instrucción de otros, sobre todo de los ancianos, que han llegado a formar un juicio sano acerca de los fines de las operaciones (...). Pero es propio de la docilidad el disponernos para recibir bien la instrucción de otros. En consecuencia, debemos colocarla entre las partes de la prudencia».



Para ser dócil se requiere ser humilde, aceptar la verdad sobre uno mismo, sobre las propias limitaciones. Por eso, como afirma Josemaría Escrivá, «el primer paso de la prudencia es el reconocimiento de la propia limitación: la virtud de la humildad. Admitir, en determinadas cuestiones, que no llegamos a todo, que no podemos abarcar, en tantos casos, circunstancias que es preciso no perder de vista a la hora de enjuiciar. Por eso acudimos a un consejero; pero no a uno cualquiera, sino a uno capacitado y animado por nuestros mismos deseos sinceros de amar a Dios, de seguirle fielmente. No basta solicitar un parecer; hemos de dirigirnos a quien pueda dárnoslo desinteresado y recto».



Ser dócil quiere decir no sólo pedir consejo, sino escuchar, prestar atención a lo que nos aconsejan, con el deseo sincero de aceptar lo que se nos dice. No se debe pedir consejo y ser dócil a cualquier persona, sino a las que «han llegado a formar un juicio sano acerca de los fines de las operaciones», es decir, a las personas prudentes, que si lo son serán también virtuosas.



Además, no se trata de pedir consejo en todo momento, sino cuando conviene y respecto a lo que vale la pena. Lo contrario podría ser fruto –y causa- de una personalidad insegura e inmadura, que necesita apoyarse siempre en el parecer de los demás por miedo a la responsabilidad que implican las propias decisiones. Incluso cuando conviene pedir consejo, debemos hacerlo propio y asumirlo con responsabilidad personal. La búsqueda de consejo no pretende sustituir la propia decisión, sino buscar seriamente la verdad para ilustrar el conocimiento, y actuar en consecuencia de modo personal y responsable.
La solercia, solicitud o sagacidad
«Es propio del prudente formar un recto juicio de la acción. Pero la recta apreciación en el orden operable se adquiere, como en el especulativo, de dos modos: por la invención propia o aprendiendo de otros. Y así como la docilidad se ordena a la buena adquisición de las enseñanzas de otro, así la sagacidad se refiere a la adquisición de una recta opinión por sí mismo».


Sucede a veces que no podemos pedir consejo ni detenernos a deliberar durante mucho tiempo sobre una acción a realizar. Para que tal actuación no sea precipitada se necesita la solercia (del latín solers, hábil, ingenioso, de dónde deriva solicitud), que es una fácil y pronta apreciación para encontrar los medios que hemos de poner.



«La solertia –afirma J. Pieper- es una “facultad perfectiva” por la que el hombre, al habérselas con lo súbito, no se limita a cerrar instintivamente los ojos y arrojarse a ciegas a la acción (...), sino que se halla dispuesto a afrontar objetivamente la realidad con abierta mirada y decidirse al punto por el bien, venciendo toda tentación de injusticia, cobardía o intemperancia. Sin esta virtud de la “objetividad ante lo inesperado” no puede darse la prudencia perfecta».

La razón


«La prudencia necesita que el hombre sepa razonar bien». No se trata aquí de la razón como facultad, sino del buen uso de la misma, de la deliberación, necesaria para poder aplicar rectamente los principios universales a los casos particulares. Designa, por tanto, la actividad de nuestro espíritu que combina diversos conocimientos para extraer una conclusión.
La providencia o previsión


Comenzamos con éste aquellos requisitos que Santo Tomás llama preceptivos porque se refieren al aspecto de mando de la prudencia.



La previsión es, según Santo Tomás, la parte más importante de la prudencia. Significa ver de lejos, prever, anticiparse al futuro. Dispone para apreciar con acierto si determinada acción concreta es el medio más adecuado para conseguir el fin propuesto.



La previsión implica un cierto riesgo. En las acciones que se realizan bajo el imperio de la prudencia no cabe la seguridad absoluta. Hay que actuar con certeza, pero «la certeza que acompaña a la prudencia no puede ser tanta que exima de todo cuidado». Si se espera a poseer esa certeza no se llegará nunca a la acción. Es propio de la persona prudente no tratar de tener más certeza de la que se puede tener, ni dejarse engañar por falsas certezas. «No es prudente –afirma Josemaría Escrivá- el que no se equivoca nunca, sino el que sabe rectificar sus errores. Es prudente porque prefiere no acertar veinte veces, antes que dejarse llevar de un cómodo abstencionismo. No obra con alocada precipitación o con absurda temeridad, pero asume el riesgo de sus decisiones, y no renuncia a conseguir el bien por miedo a no acertar».
La circunspección
«Es propio de la prudencia la recta ordenación al fin, la cual no puede darse sin que éste sea bueno y lo que a él se ordena sea también bueno y proporcionado al mismo. Pero como la prudencia, según hemos dicho, trata de acciones particulares en las cuales concurren muchos elementos y circunstancias, sucede a veces que una operación en sí misma es buena y proporcionada al fin, pero que por alguna circunstancia se hace mala o no oportuna para tal fin. Así, dar a uno muestras de amor, considerado en sí mismo, parece ser conveniente para moverle a amar; pero no lo es si es un soberbio o lo toma como adulación. Por ello es necesaria en la prudencia la circunspección, para que el hombre compare lo que se ordena al fin con sus circunstancias».


Mientras la previsión descubre qué acción es conveniente para alcanzar un fin, la circunspección considera si esa acción es conveniente en las actuales circunstancias. Circunspicere, mirar alrededor, indica la actitud de la persona que, antes de actuar, considera las circunstancias para ver si su acción es o no oportuna. En esta consideración es preciso valorar bien, dar importancia a los elementos determinantes, pues puede suceder fácilmente que una acción buena, realizada con la mejor intención, resulte contraproducente y no consiga el fin pretendido, por no haber tenido en cuenta una circunstancia importante, por haber actuado atolondradamente. En cambio, se deben despreciar las circunstancias irrelevantes, pues en caso contrario se dejaría de actuar por indecisión.
La precaución
«La prudencia se ocupa de acciones contingentes, en las cuales puede mezclarse lo verdadero con lo falso, lo malo con lo bueno, debido a la variedad de situaciones en que se presentan las acciones, en las cuales frecuentemente el bien está impedido por el mal y éste presenta apariencias de bien. En consecuencia, la prudencia necesita de la precaución para elegir los bienes y evitar los males».


La cautela (cautio) o precaución consiste en evitar los males que nos impiden realizar el bien, y que la razón puede prever, no aquellos que suceden de modo impredecible o por azar. Mientras la previsión o providencia busca el bien y evita el mal, la precaución evita los obstáculos extrínsecos al bien, es decir, las circunstancias que impiden realizar la obra buena.



Reflexión final

La virtud de la prudencia, de auriga virtutum, ha pasado a ser pieza empolvada de museo arqueológico. Una de las causas de este arrinconamiento –tal vez la más importante- es la ruptura producida en el pensamiento moderno entre verdad y libertad. En el presente articulo hemos tratado de ofrecer una sucinta exposición de la virtud de la prudencia, poniendo al mismo tiempo de relieve dos características esenciales de la vida moral:


1. La prudencia es condición de libertad. Sólo a partir del conocimiento de la verdad sobre el bien se puede elegir la acción prudente, y sólo la conducta prudente hace libre a la persona: «Si vosotros permanecéis en mi palabra, sois en verdad discípulos míos, conoceréis la verdad, y la verdad os hará libres» (Jn 8, 31-32).



2. La libertad es necesaria para ser prudentes. Para conocer la verdad sobre el bien y, por tanto, para ser prudentes, se requieren buenas disposiciones morales, es decir, el deseo eficaz de liberarse del pecado, de tener un “corazón limpio”. Únicamente el corazón libre de ataduras, que ama a Dios sobre todas las cosas, es capaz de “ver” la verdad. El citado texto de san Juan, implica que para poder “conocer la verdad” se requiere “permanecer en la palabra de Cristo, ser su discípulo”.



La soberbia se muestra sin duda como el gran inconveniente para reconocer la verdad. «El mayor dilema humano consiste, de hecho, en cómo enfocar la verdad: si tratarla humildemente o arrogantemente. Aquí radica la tentación más básica. Lo mismo que aquí se encuentra el pecado más básico: el pecado original, que está en el origen de todo pecado, y que consiste en dejarse llevar por la tentación de manipular, de dominar la verdad». La persona soberbia se rebela contra toda sumisión, contra todo aquello que no le permite ser dueño absoluto. La voluntad de afirmación propia le lleva a rechazar la verdad, porque es algo sobre lo que no tiene dominio. «Al deleitarse en la propia excelencia –afirmaba Santo Tomás-, los soberbios sienten fastidio por la excelencia de la verdad». Por eso, sólo la persona que trata de liberarse del orgullo puede adoptar ante la verdad una actitud de sumisión.



La libertad, el poder de hacer el bien moral cuando se quiere, que la persona conquista con la educación en las virtudes, se muestra así necesaria para encontrar la verdad práctica y, por tanto, la actuación prudente, y para realizarla efectivamente.


Fuente: Teología Moral

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