Desde la abierta hostilidad a un diálogo fecundo.
El Magisterio de la Iglesia ha intervenido en diversos momentos a propósito de las teorías de la evolución, que señalan que determinadas especies sufren modificaciones provocadas por el ambiente, como lo señala el transformismo de Lamarck, o que se ha dado la transformación de las especies inferiores en superiores, incluida la especie humana, debido a la selección natural y las mutaciones casuales, que sería el detonante de esta transformación, como lo señala Darwin en su célebre libro El origen de las especies, del cual estamos celebrando los ciento cincuenta años de su publicación. En este debate entran otras posturas como la así llamada teoría sintética o neodarwinismo, que a la selección natural de Darwin añade la teoría genética; la teoría del equilibrio puntuado de S.J. Gould, etc.).
Pues bien, con relación a las teorías de la evolución, especialmente ante el darwinismo, la reacción de la jerarquía de la Iglesia y del Magisterio ha ido desde la abierta hostilidad, a considerarla una hipótesis plausible, seria, tan digna de una investigación y de una reflexión profunda como lo era la hipótesis opuesta, el creacionismo, hasta las significativas palabras de Juan Pablo II: «Nuevos conocimientos conducen a no considerar ya la teoría de la evolución como una mera hipótesis», tal como lo señaló el Santo Padre en un discurso a la Academia Pontificia de las Ciencias, en la sesión plenaria del 22 al 26 de octubre de 1996, dedicada a examinar precisamente «Los orígenes y la primera evolución de la vida». Pues bien, se trata de una precisión significativa, pues no se trata de una mera hipótesis sino de una teoría científica.
Así pues, debido a que, en la forma en que se plantean estas teorías, parecen oponerse a los relatos bíblicos de la creación, la reflexión teológica y el Magisterio de la Iglesia han afrontado la cuestión.
Precisamente el Sínodo de Colonia (1860), señala que “Va en contra de la Sagrada Escritura y de la fe la opinión de los que se atreven a afirmar que el hombre se deriva, en cuanto al cuerpo, de una naturaleza imperfecta a través de una transformación espontánea”.
La encíclica Humani generis, promulgada por Pío XII en 1950, representa un paso altamente significativo pues señala que la Iglesia no se opone a la evolución «en cuanto busca el origen del cuerpo humano en una materia viva preexistente» y considera la evolución como una hipótesis posible, aunque con ciertas reservas y sugiriendo dos premisas metodológicas: 1) que no se adoptara el evolucionismo como si se tratara de una doctrina cierta y demostrada y 2) que no se afrontara esta cuestión como si se pudiera prescindir de la Revelación respecto a las cuestiones que la doctrina de la evolución pudiera suscitar.
La postura actual del Magisterio de la Iglesia y, por ende, de la teología católica es un sano diálogo con la ciencia contemporánea, para enriquecerse de sus aportaciones válidas, como lo ha señalado el Papa Juan Pablo II en su Carta dirigida al P. Coyne, director de la Specola Vaticana con ocasión del tercer centenario de la publicación del libro Philosophiae Naturalis Principia Mathematica de Isaac Newton. Por eso conviene tener en cuenta que la actitud actual del Magisterio es una posición prudente y a la vez abierta, puesto que evita tanto la adhesión ciega como la oposición indiscriminada a las nuevas teorías científicas, optando por un diálogo sereno.
Me parece significativo lo que señala el filósofo y teólogo Rafael Pascual, a quien seguiré en el resto de la exposición, al resumir lo que señala el Magisterio de la Iglesia:
El Magisterio de la Iglesia en sí, no se opone a la evolución como teoría científica. Por una parte, deja y pide a los científicos que hagan investigación en lo que constituye su ámbito específico. Pero, por otra, ante las ideologías que están detrás de algunas versiones del evolucionismo, deja claros algunos puntos fundamentales que hay que respetar:
a) No se puede excluir, «a priori», la causalidad divina. La ciencia no puede ni afirmarla, ni negarla.
b) El ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios. De este hecho deriva su dignidad y su destino eterno.
c) Hay una discontinuidad entre el ser humano y otros seres vivientes, en virtud de su alma espiritual, que no puede ser generada por simple reproducción natural, sino que es creada inmediatamente por Dios.
Pues bien, ante esto, es importante señalar cuáles son los principales aspectos a tener en cuenta en el diálogo del Magisterio y la teología católica con la ciencia.
· La verdad no puede contradecir a la verdad, es decir, no puede haber un verdadero contraste o conflicto entre una verdad de fe (o revelada), y una verdad de razón (es decir, natural), porque las dos tienen como origen a Dios.
· La Biblia no tiene una finalidad científica, sino más bien religiosa, por lo que no sería correcto sacar consecuencias que puedan implicar a la ciencia, ni respecto a la doctrina del origen del universo, ni en cuanto al origen biológico del hombre. Hay que hacer, por tanto, una correcta exégesis de los textos bíblicos, como indica claramente la Pontificia Comisión Bíblica, en «La interpretación de la Biblia en la Iglesia» (1993).
· Para la Iglesia no hay, en principio, incompatibilidad entre la verdad de la creación y la teoría científica de la evolución. Dios podría haber creado un mundo en evolución, lo cual en sí no quita nada a la causalidad divina, al contrario puede enfocarla mejor en cuanto a su riqueza y virtualidad.
· Sobre la cuestión del origen del ser humano, se podría admitir un proceso evolutivo respecto a su corporeidad pero, en el caso del alma, por el hecho de ser espiritual, se requiere una acción creadora directa por parte de Dios, ya que lo que es espiritual no puede ser originado por algo que no es espiritual. Entre materia y espíritu, hay discontinuidad. El espíritu no puede fluir o emerger de la materia, como ha afirmado algún pensador. Por tanto, en el hombre, hay discontinuidad respecto a los otros seres vivos, un «salto ontológico»
.
· Por último, y aquí nos encontramos ante el punto central: el hecho de ser creado y querido inmediatamente por Dios es lo único que puede justificar, en última instancia, la dignidad del ser humano. En efecto, el hombre no es el resultado de la simple casualidad o de una fatalidad ciega, sino más bien es el fruto de un designio divino. El ser humano ha sido creado a imagen y semejanza de Dios, más todavía, está llamado a una relación de comunión con Dios. Su destino es eterno, y por ello no está simplemente sujeto a las leyes de este mundo que pasa. El ser humano es la única criatura que Dios ha querido para sí mismo, es fin en sí, y no puede ser tratado como medio para alcanzar ningún otro fin, por muy noble que pueda ser o parecer.
Conclusión
Un largo camino se ha recorrido en el diálogo entre el Magisterio de la Iglesia y el conocimiento científico, especialmente a propósito de la evolución: de la hostilidad, la incomprensión y el rechazo a un diálogo fecundo, en un ambiente de respeto mutuo y colaboración, en la búsqueda común de la verdad y del entendimiento del origen del hombre.
Fuente: Aleteia.
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