viernes, 8 de agosto de 2014

El gran problema del hombre de hoy: ya no se siente hijo

La pérdida de la figura del padre terrenal ha empobrecido muchísimo la vida espiritual de las personas
Padre Carlos Padilla.


El milagro de la multiplicación de los panes y peces nos lleva a crecer en la confianza de los niños. En el Evangelio de Juan es un muchacho el que tiene en su poder los panes y los peces: «Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos pescados». Es bonito pensar que sólo era un muchacho. Los niños siempre confían.

Parecía ridículo ofrecer tan poco para alimentar a tantos. Pero el muchacho cree. Y Dios hace milagros con nuestra nada y nuestra fe. Jesús en su vida es el ejemplo claro de esa confianza filial.

El otro día leía: «Su más alta dignidad, la que nos lleva a su divinidad, no consiste finalmente en un poder que Él habría usado: se funda sobre su ser orientado hacia el otro: Dios, el Padre. El exegeta alemán Joachim Jeremías dice muy bien que ser niño, en el sentido de Jesús, significa aprender a decir ‘Padre’»[1]. Es una clara invitación a ser más niños y confiados. Queremos confiar más en el poder de Dios.

Cuando somos capaces de abandonarnos, dejamos de temer el fracaso. Es su corazón abierto el que nos calma y sacia la sed de eternidad que padecemos. Colma esa hambre que nada puede calmar. Queremos aprender a confiar. Para eso tenemos que ser más niños.

El P. Kentenich decía: «En nuestro tiempo existen muchas personas que al repasar sus vidas toman conciencia de su infancia espiritual no desarrollada. Si bien todos tuvimos padre y madre, paradójicamente muy pocos los tuvimos realmente»[2]. Necesitamos volver a ser niños. Necesitamos encontrar padres y madres que nos ayuden a abandonarnos en los brazos de Dios.

El otro día leía: «En una ocasión, un niño muy pequeño hacía grandes esfuerzos por levantar un objeto muy pesado. Su padre, al ver la lucha tan desigual que sostenía su hijo, le preguntó: - ¿Estás usando todas tus fuerzas? - ¡Claro que sí! -contestó malhumorado el pequeño. - No es cierto –le respondió su padre- no me has pedido que te ayude». 

Una infancia espiritual pasa por vivir como hijos confiados que piden ayuda y confían. Experimentan su debilidad y tienden los brazos a lo alto. Esa confianza cuesta mucho. Queremos tener el control de nuestra vida y no dejar que nadie nos gobierne. No queremos perder nuestra autonomía. Hoy los discípulos piden ayuda y confían en el poder de Jesús. Dudan porque no tienen casi nada para tanta gente. Pero al final confían y se ponen en camino.

Nosotros también dudamos y nos cuesta volver la mirada hacia Dios. Comentaba una persona: «Me siento sola y cansada. Sólo cuando desfallezco es cuando de verdad miro al cielo. Dios se ha tomado en serio educarme en la pobreza. En todo siento que sola no puedo, que necesito a los demás. Quiero aprender a ser pobre y amar mi pobreza. Siento que sólo así podré amar la pobreza de las personas que quiero para que sea Cristo quien me haga ver sus riquezas». Una pobreza que nos hace niños necesitados y confiados. Aceptando nuestra fragilidad como un trampolín hacia lo alto.

Vivimos en un mundo de hombres que no se sienten hijos. Faltan padres y madres que les devuelvan a los hombres la seguridad de saberse amados por un Dios que los quiere con locura. Por eso nos parece tan importante cuidar nuestras familias como un tesoro. Decía el P. Kentenich: «La sanación del mundo presupone la sanación de la familia. Vivimos enun tiempo sin padres porque la familia se ha quedado sin padre»[3]. Familias sin padres. Sin la seguridad que dan los padres.

Sin el anclaje en un padre humano no es tan sencillo anclar el corazón en el corazón de Dios Padre. No podemos ser niños de verdad, niños confiados en las manos de Dios, si no tenemos un hogar en el que descansar y echar raíces, un lugar en el que poder darnos como somos, sin miedo al rechazo, con alegría. Hoy faltan hogares. Añadía el P. Kentenich:«La vida actual hace del hombre un ser vagabundo. No le permite echar raíces en un lugar determinado»[4].

El otro día una persona decía con dolor que no se sentía de ninguna parte. Cuando no tenemos hogar no descansamos. Mendigamos amor. Deseamos lo que otros tienen. Nos comparamos. Deseamos un futuro que no llega. No encontramos el rumbo ni la paz. Decía el Cardenal Nguyen Van Thuan: «La familia es un hogar que irradia luz y calor a todos. Cuando todas las familias sean fuente de luz, este mundo será una única gran familia llena de luz y de esperanza». 

Anhelamos esa imagen ideal. Un mundo que sea familia, que sea hogar. Para eso es necesario formar familias abiertas, sanas, santas, llenas de Dios, donde cada uno tenga su lugar, donde haya un lugar de verdad para cada uno. Una familia que eduque en los vínculos, como explicaba el P. Kentenich: «Estar espiritualmente uno en el otro, para el otro y con el otro. Una comunión entre las personas que no se satisface con un mero estar uno junto al otro. Hay dos corazones y un solo latido. Vivimos en una época de total disolución de todas las vinculaciones del alma»[5]. 

En este tiempo de familia, de descanso, queremos cuidar nuestros vínculos, nuestros amores. Vivir los unos en los otros, unidos espiritualmente. Que el tiempo libre nos permita amar más y mejor a los nuestros. 

Jesús nos pide hoy que demos nosotros de comer a los que tienen hambre: « No hace falta que vayan, dadles vosotros de comer. Ellos le replicaron: - Si aquí no tenemos más que cinco panes y dos peces. Les dijo: Traédmelos». Jesús nos pide que hagamos lo mismo que Él. Nos necesita. Cuenta con los discípulos y cuenta con nosotros. Jesús no se desentiende del hambre de los hombres. Por eso invita a los apóstoles a actuar, cuando ellos querían que fueran a sus casas y saciaran allí el hambre.

Jesús les pide lo imposible, les pide que pongan todo a disposición, que no se guarden nada. Mis panes y mis peces, que a mí me parece tan poco, para Él tienen un valor único. Ellos sólo tenían cinco panes y dos peces. No era nada para tantos. La desproporción entre lo que tenemos y lo que nos haría falta nos desalienta muchas veces. Quisiéramos tener más para poder dar más. Y como tenemos tan poco, no damos nada.

Jesús nos necesita, porque sin nosotros no puede hacer nada. No puede dar de comer a otros. Si me doy, si doy lo que tengo, aún siendo poco, mi vida se multiplica, aunque no siempre sepa verlo. Dios cuenta con nosotros para saciar el hambre del mundo, para saciar el hambre del que está a nuestro lado. Ese gesto de Jesús, en el que alza la mirada al cielo, bendice, parte y da el pan, es el mismo gesto por el que lo reconocen en Emaús los discípulos. Al repetir ese gesto saben que es Él. Hoy Jesús, por amor, parte el pan y lo da. En la última cena se partirá Él con ese mismo amor hasta el extremo.

Jesús necesita que yo repita ese mismo gesto toda mi vida. Quiere que no me canse de partir el pan, de partirme en el pan, de abrir mi corazón y dejarme el alma a jirones por los caminos. Decía la Madre Teresa: «En esta vida no podemos hacer grandes cosas. Sólo podemos hacer pequeñas cosas con un gran cariño». Jesús sólo me pide lo que soy, mis dones y mi pobreza, mi vida tal cual es, mi corazón, mi pequeñez, mis pequeñas cosas. No me pide aquello que no tengo.

En la vida vemos que hay hambre a nuestro alrededor. Tantas personas sin rumbo, sin esperanza. Hay mucha soledad y falta amor. Hay hambre. Un hambre que no se sacia de cualquier manera. Y sólo tenemos unos pocos panes y peces. No podemos saciar toda el hambre del mundo. No podemos acabar con toda la miseria que existe, con tanta necesidad económica. Pero Jesús nos pide que actuemos, que no nos quedemos quietos sin hacer nada.
El mundo en el que vivimos nos lleva a pensar sólo en nuestras necesidades y a olvidarnos de los que tienen menos. Podemos cerrar nuestras entrañas al clamor del hombre que tiene necesidad. Hoy la llamada de Jesús vuelve a ser acuciante. Quiere que les demos de comer con nuestros bienes, con lo poco que tengamos.

Decía Juan Pablo II hace 25 años en Santiago: «Si de veras deseáis servir a vuestros hermanos, dejad que Cristo reine en vuestros corazones, que os ayude a discernir y crecer en el dominio de vosotros mismos, que os fortalezca en las virtudes, que os llene sobre todo de su caridad, que os lleve por el camino que conduce a la ‘condición del hombre perfecto’. ¡No tengáis miedo a ser santos! Esta es la libertad con la que Cristo nos ha liberado (cf. Gál 5, 1)». 

Queremos servir y aprender a servir. Queremos ser santos. Nos asustamos ante la misión tan inmensa que se nos presenta. Sólo unos pocos panes y peces. Dudamos. Juan Pablo II nos invitaba hace muchos años a no tener miedo, a aspirar a lo alto. Esa llamada sigue siendo hoy muy real. Hacen falta santos. Hombres entregados por amor. Hombres que den su vida sin miedo. No tengamos miedo a dar la vida. No tengamos miedo a equivocarnos y a fallar.

[1] Joseph Ratzinger. Papa emérito Benedicto XVI (1927-)
[2] J. Kentenich, Niños ante Dios, 83
[3] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III
[4] J. Kentenich , Jornada pedagógica 1950 , Pedagogía para educadores católicos
[5] J. Kentenich, Kentenich Reader, Tomo III 

Fuente: Aleteia.

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