sábado, 16 de agosto de 2014

Juventud, Fiesta y Esperanza en la Obra de Josef Pieper: una Respuesta a la Cultura Posmoderna.

por Dr. Santiago Bellomo
Ponencia presentada en el Congreso Internacional de Filosofía “Josef Pieper y el Pensamiento Contemporáneo”, celebrado en la Pontificia Universidad Católica Argentina Santa María de los Buenos Aires, en Agosto del 2004.
Introducción
Un análisis superficial de las manifestaciones culturales y los modos de vida actualmente más generalizados pareciera indicarnos que la posmodernidad ha hecho de la juventud algo así como el paradigma de la vida feliz. Una enorme cantidad de anuncios publicitarios y “slogans” comerciales apelan a las propiedades o efectos rejuvenecedores de los productos que intentan vender. Ser eternamente joven, mantenerse joven, es el ideal no sólo de adolescentes, sino también, y por sobre todo, de innumerables adultos que hacen ingentes esfuerzos por prevenir las naturales y necesarias consecuencias del paso del tiempo. Y no se trata tan sólo de mantenerse joven en lo que respecta a las apariencias físicas: también es necesario manifestar una conducta acorde con los modos y costumbres de la juventud. Así, la ingenua y despreocupada “desinhibición” adolescente, el “presentismo” exento de pasado y futuro, la exacerbación de la vida emotiva (por mencionar tan sólo algunas características típicamente adolescentes), son toleradas y hasta fomentadas por la cultura posmoderna. Es esta «prioridad» de lo adolescente por sobre la vida adulta lo que parece explicar la actual prolongación y dilatación de la adolescencia como fenómeno psicológico, y la persistente resistencia a la maduración que se percibe en muchos jóvenes. 
Sin duda alguna, como rasgo privilegiado y representativo de la vida joven, se remarca el carácter festivo de la vida. Se trata de gozar cada momento con intensidad festiva, de procurar que existan suficientes momentos privilegiados de “fiesta” en que se pueda disfrutar el momento presente, olvidando las penurias y sacrificios que la rutina de la cotidianidad suele imponer. En este “ánimo festivo” se recrean y multiplican diversas instancias y modalidades de entretenimiento, al tiempo que se multiplican también los recursos en orden a garantizar que la fiesta prometida cumpla con su objetivo de entretener y distender. Como común denominador de todas estas prácticas y modalidades, subyace el deseo de disfrutar intensamente de la vida, algo característico de la “mentalidad juvenil” o “adolescente” que nuestros tiempos tan bien han logrado imponer.
Josef Pieper ha sido, tal vez, de los que más lúcidamente ha tratado estas cuestiones: en numerosos párrafos y libros de su autoría se detiene a considerar acerca del sentido y naturaleza de la auténtica fiesta y de la auténtica juventud. No hace falta insistir en que para nuestro autor, el cuadro que nos ofrece hoy la cultura posmoderna dista mucho de representar y evidenciar la existencia de una auténtica mentalidad juvenil y de un auténtico sentido de “fiesta”. Por el contrario, la reflexión en torno a sus escritos [1] permite concluir que, detrás de estas máscaras optimistas con que nos deslumbra la posmodernidad, en el alma del hombre contemporáneo subyace una profunda “desesperación” que se encuentra íntimamente asociada a una especie de tristitia. ¿Cuál es el origen de esta species tristitiae? ¿En qué medida se relaciona con la virtud de la esperanza? ¿Qué rasgo esencial define a la auténtica juventud? A modo de respuesta a estos interrogantes, intentaremos rescatar y reflexionar a partir de algunos textos de Josef Pieper que puedan esclarecer la cuestión.
Esperanza, Juventud y Fiesta
Dijimos que, en Pieper, el tema de la juventud y de la fiesta, suele aparecer vinculado estrechamente con otros temas de igual, o incluso mayor relevancia en su obra. Nos concentraremos aquí en tema de la esperanza, cuestión que recorre transversalmente muchas de sus obras, y al que dedica su célebre tratado “Sobre la Esperanza” (Über die Hoffnung), escrito originalmente en 1949, y sus conferencias pronunciadas en la universidad de Salzburg en Agosto de 1966, compiladas luego en su obra “Esperanza e Historia” (Hoffnung und Geschichte).
La esperanza es un dinamismo absolutamente natural en el hombre, dinamismo que lo inclina hacia la búsqueda de su plenitud tanto en el ámbito natural como sobrenatural [2]. En su dimensión puramente humana, es un afecto que acompaña y se despierta a partir de la voluntas ut natura, inclinación necesaria del hombre hacia el bien de la propia naturaleza, pues toda persona “espera” aquello que es bueno para sí y que se presenta como asequible, y “desespera” ante el mal que afecta u obstaculiza el desarrollo de la propia plenitud [3].
Pieper enumera las siguientes notas de la esperanza humana en su obra “Esperanza e Historia” [4]:
1) Sólo se habla de esperanza cuando su objeto es algo bueno para mí.
2) La esperanza incluye la confianza; (...) es irrealizable que quien espera, en tanto y mientras espere, pueda estar seguro de la futilidad de sus esperanzas.
3) No hay esperanza que no contenga un elemento de alegría. Quizá pueda decirse que la alegría no es un elemento conceptual inherente a la esperanza, pero en todo caso, es su constante compañera.
4) No se «espera» lo que va a ocurrir necesariamente ni tampoco lo que según el propio convencimiento, tiene que ocurrir.
5) Tampoco se espera lo que puede adquirirse fácilmente y, por decirlo así, «gratuitamente».
6) Lo que se espera es siempre de tal naturaleza que quien espera no tiene poder sobre ello; tal vez pueda hacer algo, pero no lo decisivo; no puede provocar, fabricar, producir o crear lo que espera.
Más allá de estas consideraciones, el esfuerzo de Pieper se concentra en distinguir los distintos niveles en que puede darse la esperanza en el hombre. “Pueden esperarse miles de cosas distintas, desde el buen tiempo en vacaciones hasta la paz del mundo, que realmente son objeto de esperanza humana. Sin embargo, hay al parecer, un solo objeto cuya expectativa convierte al hombre en un ser que espera por antonomasia. Probablemente podremos expresar este hecho con más claridad desde el ángulo de la renuncia: hay miles de esperanzas que el hombre puede perder y a las que puede renunciar, sin convertirse por ello en un ser «desesperanzado»; sólo hay una esperanza, la esperanza en una cosa, cuya pérdida significaría que ya no quedan esperanzas y se ha caído en la desesperación (...) Plügge califica a esta «otra» esperanza de «fundamental» o «auténtica», a diferencia de las esperanzas «comunes» o «diarias» (¡plural!), que se dirigen hacia un «futuro mundano», hacia un «objeto perteneciente al mundo», hacia algo que se nos debe comunicar desde fuera, sea una noticia, un éxito, un objeto de uso o la salud corporal. (...) La esperanza fundamental (¡singular!) no se dirige a algo que se puede «tener», sino que está relacionada con aquello que se «es», con el ser del hombre y, a modo de ensayo, caracteriza lo que se espera en ella como «autorrealización del futuro» y «estado de salud» de la persona” [5]. En una primera aproximación puede percibirse, pues, que la esperanza fundamental de la que habla Pieper tiene que ver con la ansiada posibilidad de llegar a ser pleno y feliz en un sentido auténtico.
Ahora bien, la caracterización del hombre que hace nuestro autor obliga a plantearse seriamente si, por sus propias condiciones “naturales”, podrá el hombre acceder a tan ansiada plenitud. La respuesta negativa es rotunda, lo cual abre forzosamente la mirada puramente natural hacia la perspectiva sobrenatural. “La esperanza cristiana es principalmente y ante todo la dirección de la existencia del hombre a la perfección de su naturaleza, a la saciedad de su esencia, a su última realización, a la plenitud del ser, a la que corresponde, por tanto, también la plenitud de la suerte, o, mejor dicho, de la felicidad. Si, como se ha dicho, todas las esperanzas naturales pierden a veces su sentido, se deduce que el único recurso del hombre adecuado a su ser es la esperanza sobrenatural. La fortaleza desesperada del «ocaso heroico» es en el fondo nihilista, mira a la nada; sus partidarios creen poder soportar la nada. La fortaleza del cristiano, en cambio, se nutre de la esperanza en la realidad suprema de la vida, en la vida eterna, en un nuevo cielo y en una nueva tierra” [6]. “La esperanza se dirige a la «salvación», pero la salvación no es nada si no nos libera de la muerte” [7].
Así, la esperanza natural se ve elevada y perfeccionada radicalmente por la esperanza sobrenatural que, a diferencia de la primera, no sólo es “teologal” (y por tanto, dada), sino también “virtud” en un sentido estricto [8].
Un último rasgo de la esperanza, que guarda estrecha relación con nuestra exposición, tiene que ver con la relación existente entre «esperanza» y «juventud». “La mocedad y la esperanza —afirma Pieper— están en mutua relación en varios sentidos. Ambas se corresponden, tanto en el dominio de lo sobrenatural como en el de lo natural. La figura del joven es el símbolo eterno de esperanza, lo mismo que lo es de la grandeza de ánimo. La esperanza natural surge de la energía juvenil del hombre y se agota con ella. «La juventud es causa de la esperanza. Pues la juventud tiene mucho futuro y poco pasado» (1-2, 40, 6). Y así, al ir declinando la vida, se va cansando sobre todo la esperanza, el «aún no» se convierte en lo que ha sido y la vejez se vuelve, en el recuerdo, hacia el «ya no» en lugar del dirigirse al «aún no». Sin embargo, en la esperanza sobrenatural ocurre lo contrario; no sólo no está ligada a la juventud natural, sino que fundamenta una juventud mucho más esencial. Otorga al hombre un «aún no» que triunfa completamente sobre el declinar de las energías naturales de la esperanza y no queda afectado por este” [9].
De esta manera, la virtud teologal desarrolla un verdadero “rejuvenecimiento” del hombre: “La esperanza sobrenatural, por tanto, que incluye en sí no solamente el anhelo que espera, sino también la fuente viva de energía de ese anhelo, puede asimismo remozar las energías de la esperanza natural con un nuevo impulso. «Remozamiento» es, en este caso, precisamente la palabra apropiada. La fuerza tensa de la esperanza sobrenatural se derrama e irradia también sobre las energías remozadas de la esperanza natural” [10].
Puede verse claramente cuán lejos esta este «remozamiento», esta nueva juventud de la que habla Pieper, de la juventud a la que se refiere la cultura contemporánea. En un caso, se hace hincapié en la energía vital, el profundo optimismo y radical apertura al mundo del hombre cristiano. En el otro caso, se insiste en las propiedades extrínsecas, estéticas o “epidérmicas” de quien, por asumir conductas juveniles, cree ser auténticamente joven. Ahora bien, ¿son dichas conductas juveniles manifestación de una auténtica juventud interior? ¿Es el hombre contemporáneo un hombre auténticamente esperanzado? Pieper está convencido de la necesidad de mirar con agudeza, más allá de las apariencias, para descubrir detrás de ellas el verdadero estado del alma del hombre contemporáneo: “Hay una desesperación que no se reconoce fácilmente por tal. Y hay una esperanza que a primera vista parece desesperación, cuando en realidad es la más triunfal de las esperanzas. A eso lo llamo yo esperanza y desesperación «ocultas». No digo que lo sean siempre y por necesidad; sólo digo que tanto la una como la otra pueden presentarse bajo disfraz, invisibles a una mirada superficial” [11].
La cultura contemporánea encubre, detrás de sus superficiales esperanzas optimistas, una profunda desilusión que en nada tiene que ver con la auténtica juventud [12]. De hecho, este culto forzado y extrínseco a la juventud no evidencia sino otra cosa que la ausencia de vitalidad y expectación respecto de la vida. En definitiva, no esconde otra cosa que una marcada «senilidad» [13] que es resultante de una de las dos formas en que se manifiesta el pecado contra la esperanza: la desperatio. A ella dedicaremos estos últimos párrafos.
La desperatio
“Cuando hablamos hoy día de la desesperación pensamos la mayoría de las veces en un estado anímico en que se «recae», casi contra la propia voluntad. Pero aquí entendemos por desesperación una decisión voluntaria. No un temple de ánimo, sino un acto espiritual (...) La esperanza dice: terminará bien; más concreta y propiamente: el hombre terminará bien; más exactamente: terminaremos bien nosotros y yo mismo. A estos grados de autenticidad de la esperanza corresponden los de la desesperación. La forma más propia de la desesperación dice: acabaremos mal nosotros y yo mismo” [14].
Afirma Pieper que la desperatio es una forma de «anticipación». Quien desespera se anticipa voluntaria e injustificadamente a su irrealización personal. En una vida que aún no ha terminado y que aún está abierta a la plenitud, el desesperado opta por renunciar a dicha plenitud, sumergiéndose en el temple anímico de quien se siente “frustrado” por la vida. “El desesperado, que aparta de sí la esperanza fundamental y queda, por consiguiente, sin «esperanza» (puede esperar también miles de cosas superficiales, pero esto no tiene importancia definitiva para él) no es, estrictamente, un desilusionado. No ha experimentado jamás la irrealización, sino que la anticipa. La desesperación es anticipación de la irrealización” [15].
¿Cómo es posible que el ser humano opte voluntariamente por la «desesperación»? Esto que a primera vista parece absurdo, se explica suficientemente cuando se repara en cuál es la fuente de esta actitud existencial. Según Pieper, quien sigue en esto a la más antigua tradición occidental, la anticipación del «desesperado» tiene su origen en uno de los vitia capitalia: la acedia.
“El principio y raíz de la desesperación es la «acedia», la «pereza» (...) La teología tradicional de la Iglesia considera la «acedia» como una especie de tristeza, species tristitiae (1-2. 35, 8; 2-2, 35; Mal. 11, Ver. 26, 4 ad 6), precisamente una tristeza respecto del bien divino del hombre. Esta tristeza, a causa de la elevación del ser humano producida por Dios, paraliza, pesa, descorazona (el momento de auténtica «pereza» es, por tanto, sólo secundario)” [16].
“Esta tristeza es una carencia de grandeza de ánimo; no quiere proponerse la empresa grande propia de la naturaleza del cristiano. Es una especie de angustioso vértigo que acomete al hombre cuando se da cuenta de la altura adonde lo eleva Dios. El hombre afectado de «acedia» no tiene ni el ánimo ni la voluntad de ser tan grande como realmente es. Preferiría empequeñecerse para sustraerse de este modo a la obligación de la grandeza. La «acedia» es una humildad pervertida; no quiere aceptar los bienes sobrenaturales, porque implican esencialmente una exigencia para el que los recibe (...) La «acedia» es lo que Kierkegaard, en su libro sobre la desesperación (La enfermedad y la muerte), ha llamado «la desesperación de la debilidad», que es un estado previo de la auténtica desesperación, y que consiste en que el «desesperado no quiere ser él mismo»” [17].
La acedia, pues, representa la abdicación del hombre ante la posibilidad de su propia plenitud. De ahí que esté en íntima relación con la tristeza (siendo éste su aspecto fundante y principal). Por el contrario, y tal como dijimos al enumerar sus notas, la esperanza aparece íntimamente ligada a la alegría.
En este esfuerzo de Pieper por desenmascarar el verdadero estado existencial del hombre contemporáneo, vemos ya con qué fuerza la desperatio, pecado contra la esperanza, hijo predilecto de esta especie de tristeza del alma que es la acedia, se encuentra en las antípodas de la pretendida mentalidad «festiva» y optimista del culto a la juventud posmoderno. Pero el esfuerzo de Pieper va aún más allá, cuando se detiene a considerar las restantes hijas de la acedia.
A fin de abreviar nuestra exposición, omitiremos la descripción de cada una de estas “hijas de la acedia”, a las que Pieper describe brillantemente en su célebre «Tratado sobre la Esperanza» [18]. Dicha descripción resulta de interés en lo concerniente a nuestro tema, principalmente en los párrafos relativos a la evagatio mentis y sus manifestaciones, las cuales se encuentran fuertemente extendidas y arraigadas en el alma del hombre contemporáneo. Es, tal vez, a partir de estas manifestaciones de la evagatio mentis que pueden explicarse muchos de los recursos y modos actuales por los que el hombre “desesperado” procura evadirse de la tristeza que lo asola. Y es justamente en estos modos y recursos en los que la cultura pretende ver la plenitud de la “fiesta”. Obviamente, no se trata de insinuar con esto que el hombre contemporáneo sea incapaz de celebrar una fiesta. Más bien se trata de remarcar que “la pobreza existencial del hombre hace que le resulte imposible celebrar festivamente una fiesta” [19]. Nuestras últimas consideraciones intentarán mostrar cuán lejos de la auténtica fiesta se encuentran estas manifestaciones.
Fiesta y esperanza
La relación existente entre esperanza y fiesta no es a primera vista evidente, aunque sí muy estrecha. Como características fundamentales de la auténtica fiesta [20], nuestro autor señala las siguientes:
1) Fiesta supone contemplación como fruto del ocio (vs. ruido)
2) Fiesta supone renuncia a lo útil (vs. totalitarismo del trabajo)
3) Fiesta supone riqueza existencial (vs. dilapidación)
4) Fiesta supone alegría, y el motivo de la alegría es el amor
5) Fiesta supone la capacidad de alegrarse del amor reconocido como tal (“Ubi caritas gaudet, ibi est festivitas”— San Juan Crisóstomo)
De entre los rasgos enunciados, no cabe duda que ocupa lugar prioritario la vinculación entre fiesta, alegría y amor. En Pieper, el amor no hace referencia únicamente a una relación interpersonal. El amor al otro implica una subyacente y primigenia aceptación, no sólo de la bondad de ese otro (que puede resumirse bajo la fórmula «me parece bien que existas»), sino también de la bondad del mundo [21]. Y es esta primigenia aceptación del mundo y del otro lo que constituye el fundamento de toda auténtica fiesta: “... el «festivo por qué», fundamento en última instancia de toda fiesta, concisamente expresado, es el siguiente: todo lo que existe es bueno, y es bueno que exista. El hombre no puede hacer suya la suerte del amado si para él no son algo bueno —y, por tanto, amado— el mundo y la existencia. (...) Quien siempre, aunque le vaya bien, rehúsa aceptar la realidad como un todo, es incapaz de ambas cosas [alegrarse y celebrar la fiesta]. Cuanto más dinero tenga y sobre todo, cuanto de más tiempo libre disponga, más angustiosamente se pondrá esto de manifiesto. Eso vale en la misma medida para quien rehúsa la aprobación de su propia existencia, en aquella situación sublime y difícil de entender, la «desesperación de la debilidad», de la que ha hablado Sóren Kierkegaard, y que en la vieja ascética se llama acedia, «pereza del corazón». Se alude con ello a esa no cooperación que afecta al manantial de la existencia, y que impide al hombre que, «angustiado, quiere dejar de existir», habitar consigo mismo y arrojado así de su propia casa, se refugia en el ruido ensordecedor del «trabajar y nada más que trabajar», en el pretencioso ajetreo de la palabrería sofista, en la continua «diversión» mediante estímulos vacíos” [22].
Como puede verse, la auténtica fiesta no puede florecer en la acedia y, por tanto, en la desesperación. Sí, en cambio, germina fácilmente en el hombre esperanzado pues éste, en cuanto hombre abierto a la bondad del mundo, confiado en la promesa de una Vida que excede infinitamente los alcances de su propia y limitada consistencia natural, aprueba no sólo su propia existencia particular sino también la existencia del mundo en su conjunto. La alegría de sentirse creado, y recreado por la gracia, y la actualización de la promesa de felicidad eterna son, en última instancia, “la legitimación y el estímulo para celebrar festivamente una fiesta” [23]. Mas el hombre contemporáneo, “prisionero en un mundo del trabajo trucado en divertido, ya no echa de menos la auténtica fiesta, no echa en falta un lugar vacío. Así enmudece la queja por su pérdida, que por ello es definitiva” [24].
En respuesta a este enmudecimiento, Pieper realiza una clara e insistente invitación a la cultura postmoderna a la superación de la acedia y la recuperación de la esperanza, única virtud capaz de rejuvenecer auténticamente al hombre, y de situarlo en un mundo con sentido en el que el amor y la alegría resultante de ese amor se constituyen en legítimos fundamentos de la auténtica fiesta.
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Notas:
[1] Sus aportes se concentran en las siguientes obras: «Las virtudes fundamentales», «Una teoría de la fiesta», «El ocio y la vida intelectual» y «Esperanza e historia», aunque puede rescatarse también un apartado muy interesante en la «Antología» publicada por Herder.
[2] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, RIALP, Madrid 1980, p. 377.
[3] Ibidem, p. 374.
[4] PIEPER, J., Esperanza e Historia, Sígueme, Barcelona 1968, pp. 20-22.
[5] Ibidem, pp. 24-27.
[6] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, RIALP, Madrid 1980, p. 29.
[7] PIEPER, J., Esperanza e Historia, Sígueme, Barcelona 1968, p. 85.
[8] PIEPER, J., Antología, Herder, Barcelona 1984, p. 38.
[9] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, RIALP, Madrid 1980, p. 386.
[10] Ibidem, p. 386.
[11] PIEPER, J., Antología, Herder, Barcelona 1984, p. 33. Véase también: PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, RIALP, Madrid 1980, p. 390.
[12] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, RIALP, Madrid 1980, p. 387.
[13] Ibidem, p. 399.
[14] Ibidem, p. 390.
[15] PIEPER, J., Esperanza e Historia, Sígueme, Barcelona 1968, p. 29.
[16] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, RIALP, Madrid 1980, pp. 393-394.
[17] Ibidem, pp. 394-395. Véase también: PIEPER, J., El ocio y la Vida intelectual, RIALP, Madrid 1970, p. 42; y PIEPER, J., Antología, Herder, Barcelona 1984, pp. 33-35.
[18] PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, RIALP, Madrid 1980, p. 396.
[19] PIEPER, J., Hacia una teoría de la fiesta, RIALP, Madrid 1974, p. 75.
[20] PIEPER, J., Hacia una teoría de la fiesta, RIALP, Madrid 1974, pp. 25 a 33.
[21] Ibidem, p. 36; Véase también PIEPER, J., Las virtudes fundamentales, RIALP, Madrid 1980, pp. 450ss.
[22] PIEPER, J., Hacia una teoría de la fiesta, RIALP, Madrid 1974, pp. 37-38.
[23] Ibidem, pp. 61 y 62.
[24] Ibidem, p. 74.


Fuente: Revista Sapientia, 

de la Pontificia Universidad Católica Argentina (UCA),
Vol. LIX, Nº 216, Año 2004, págs. 329-337.

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