Ni el dolor ni la muerte ni la enfermedad ni la soledad apartan al hombre de Su amor
A veces, cuando me pregunto qué podría apartarme del amor de Dios, escucho estas palabras de San Pablo llenas de esperanza: « ¿Quién podrá apartarnos del amor de Cristo?: ¿la aflicción?, ¿la angustia?, ¿la persecución?, ¿el hambre?, ¿la desnudez?, ¿el peligro?, ¿la espada? Pero en todo esto vencemos fácilmente por Aquel que nos ha amado. Pues estoy convencido de que ni muerte, ni vida, ni ángeles, ni principados, ni presente, ni futuro, ni potencias, ni altura, ni profundidad, ni criatura alguna podrá apartarnos del amor de Dios manifestado en Cristo Jesús, Señor nuestro».Romanos 8, 35. 37-39.
Estas palabras de esperanza las leí hace muchos años en el funeral de un ser querido. Desde entonces, no sé bien por qué, se quedaron grabadas en mi alma. La pena, la angustia, el dolor, la pérdida, no me alejarán nunca de ese amor de Dios que se abaja hasta mí.
El amor de Dios es fiel, sólido como una roca, estable e inconmovible. Ese amor es la piedra fundamental de nuestra vida, aunque muchas veces no lo acariciemos con los dedos, aunque muchas veces no veamos su luz y surjan dudas.
Conocemos su amor desde el día en que Dios dejó grabado su beso en nuestra alma en el bautismo. Lo sabemos porque su voz ha acariciado muchas veces nuestros oídos sordos. Lo percibimos levemente, torpemente, en los gestos de amor que nos prodigan los que nos quieren. En el abrazo de una madre, en el «te quiero» de un ser querido.
Es verdad que queremos tocar más a Dios, abrazarlo en nuestro interior. El corazón no se cansa, sueña el infinito, espera lo imposible, nada es bastante. Es por eso que siempre tenemos algo de insatisfacción en el alma que quiere ser amada por completo.
Y como sabemos que la felicidad no se logra estando satisfechos, nos quedamos tranquilos. Podemos seguir insatisfechos y con algo de angustia en el estómago y con dudas y miedos.
No importa, no por eso perdemos la alegría. Podemos seguir caminando con algo de tristeza y felices al mismo tiempo. Es una tristeza humana y pasajera. Sí, incluso en esos días en los que lo gris parece negro y los colores han desaparecido, el amor de Dios es más fuerte.
En esos días en los que parece que no hay mañana, Dios nos recuerda lo importante. Sí, incluso entonces, nada podrá arrebatarnos el amor de Dios. Dios nos sigue amando. No nos olvida, no abandona nuestra barca.
El amor de Dios no pasa nunca. Permanece, es fuerte en mi alma. Nos ama tanto, que es capaz de dejar su barca, su soledad e intimidad y preocuparse por nosotros. Toca mi herida y la sana, me espera y me acoge cuando llego, siente lástima por mí y se conmueve. Su amor conoce mi soledad y aquellas cosas que me hacen temblar. Su amor se adelanta a mis deseos, escucha mi corazón mejor que yo, me ve por dentro y conoce mi hambre.
Ese amor suyo calma el corazón, toma mis panes y mis peces para hacer mi vida fecunda para muchos. Ese amor no pasa nunca, siempre permanece.
Sabemos que nuestro amor es un amor frágil. ¿Podrá llegar ese día en el que, turbados, nos alejemos de Dios? ¿Podrá suceder que la muerte de algún ser querido, o la enfermedad, o el fracaso, o el desamor, nos alejen del amor de Dios? ¿Podremos dejar de amarle a Dios algún día?
San Pablo lo tenía claro, nada lo apartaría nunca del amor de Dios. Pero, ¿y yo? ¿No es verdad que a veces dudamos de nuestra fidelidad? ¿No es cierto que nuestro amor se enfría cuando dejamos de caminar siguiendo sus pasos?
Nos conocemos y desconfiamos. Hemos fallado muchas veces después de habernos prometido no volver a fallar. ¿Por qué no podríamos alejarnos de nuevo de Dios? Surge la duda.
Pero hoy volvemos a creer. Sí, nada de eso será tan relevante como para apartarnos del amor de Dios. Nada podrá quitarnos la sonrisa por sabernos amados por Dios. Nada, ni el dolor, ni la muerte, ni la soledad, ni el hambre, ni el abandono.
Le pedimos hoy a Dios que nos refuerce nuestra fe, que nos sostenga cuando vengan dudas, que nos levante en cada caída y nos enseñe a amar.
Fuente: Aleteia.
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