martes, 20 de enero de 2015

La Iglesia católica y una crisis de larga data.

por Carlos Daniel Lasa 
La Iglesia católica está viviendo una profunda escisión dentro de su mismo seno; en efecto, “conviven” dentro de sí, católicos que abrazan y defienden la fe que se ha venido predicando desde hace más de dos milenios, y católicos que proclaman una nueva fe completamente diversa a la anterior.
Este hecho, cuya presencia resulta innegable en la Iglesia de hoy y el cual ha eclosionado en el último Sínodo convocado por el Papa Francisco I, nos suscita innumerables interrogantes.
Hace pocos días, leyendo un libro referido al fenómeno del modernismo católico publicado en el año 1909, el autor afirmaba, en el Prefacio, que el modernismo católico no es una herejía de escuela reducida a un grupo de doctores y de teólogos de profesión, sino que se presenta como “… un cristianismo nuevo, que amenaza con suplantar al antiguo y se introduce por todas partes en las ideas, en el espíritu, en la vida (de la Iglesia)”. Y añade: “Como en los orígenes del cristianismo, era el paganismo quien procuraba bajo el pretexto de una más alta ‘gnosis’ envenenar la vida misma de la Iglesia con el gnosticismo, verdadero paganismo travestido en cristianismo; así, en nuestros días, es el racionalismo mismo, es aquella incredulidad que, bajo el nombre de ‘cultura’ y de modernidad, penetra hasta los fundamentos mismos de la religión para demolerla…”[i].
El modernismo surge de la necesidad de adaptación de la Iglesia al mundo moderno. Señala Poulat: “Todos piensan que es necesario ser de su tiempo –amar a su tiempo, afirmará el abate Birot, vicario general de Albi, en un discurso que escandalizó fuera de la asamblea–, hablar el lenguaje de su tiempo, responder a sus aspiraciones, adaptar la pastoral a las nuevas necesidades[ii].
Ahora bien, pareciera que la intención de los modernistas no dista de la de todos los cristianos en el sentido de que el mensaje evangélico deba encarnarse en los hombres de diversos tiempos y culturas. El problema del modernismo radicaba, más bien, y como acertadamente lo señalara R. Rémond, en la operación de sacrificar el dogma para hacer asimilable la Iglesia católica a la filosofía moderna. Sencillamente, se trata de la operación de hacer una lectura racionalista del cristianismo.
Antonio Rosmini había precisado la naturaleza de este racionalismo que intentaba infiltrarse en las escuelas teológicas, en estos términos: “El racionalismo es un principio que se reduce a esta proposición: ‘el hombre no debe admitir sino aquello que le suministra la natural experiencia, excluida toda luz sobrenatural”[iii]. El dogma del pecado original, en estos nuevos términos, se destruye y, en consecuencia, se declara la inutilidad de la redención por parte de Jesucristo[iv].
Ahora bien, este racionalismo teológico se traduce en un proceso de inmanentización de la religión católica. Esta reforma, que tenía por finalidad establecer un acuerdo del catolicismo con la modernidad, terminó formulando un nuevo cristianismo ocupado sólo del progreso de la civilización[v]; en definitiva, un cristianismo que hacía suya la razón tecno-científica preocupada sólo de la transformación de este mundo. La razón cerraba las puertas al ámbito metafísico, abandonaba definitivamente a Atenas, para construir un mundo terrenal totalmente apto para que el hombre alcance su felicidad. Este nuevo cristianismo ya no se ocuparía más de las cuestiones trascendentes sino de las inmanentes, de las de este mundo (teologías de la secularización, de la liberación, de la muerte de Dios, etc.).
Pero el racionalismo no hubo de tener su meta en la mera sustitución de la metafísica por una meta-humanidad hecha realidad a partir de las propias fuerzas del hombre: la última estación fue marcada por el nihilismo. Del Noce mostró que la realización de esta revolución, cuyo término final pretendía ser la liberación, la felicidad del hombre dentro de la historia, no podía ser sino violenta. De allí que cuando ella se cumpliera, necesariamente el ideal revolucionario de libertad caería, no quedando otra cosa más que el principio de la fuerza[vi]. No se puede usar la fuerza como medio para la realización de un fin revolucionario sin convertirla, a la postre, en fin. Todo valor, en consecuencia, desaparece.
Esta nada de valores configura hoy la denominada post-modernidad. La razón fuerte de la modernidad asume que, tanto en la realidad como en cada una de mis elecciones, no hay sentido, no hay logos; en consecuencia, la decisión es lo que cuenta.
A las tres preguntas de Kant, ¿qué puedo saber?, ¿qué debo hacer?, y ¿qué me está permitido esperar? (las cuales se condensan, según el filósofo de Königsberg, en la pregunta sobre el hombre mismo), el nihilismo postmoderno responde de la siguiente manera: a) respecto de la primera, sostiene que nada puede saberse porque la verdad no es posible conocerla; b) a la segunda que, dado que no existe ninguna regla moral objetiva, nada me indica qué debo hacer: mi experiencia personal, aquello que vivo individualmente, es mi misma “regla” de conducta: c) a la tercera respondería, igualmente, “nada”. Diría Max Stirner que el único yo (o sea, yo mismo) reposa sobre la nada. Finalmente, entonces, el hombre no puede ser sino una invención (estructuralismo y anti-humanismo)[vii].
La razón de esta postmodernidad es la razón sociologista, es decir, aquella razón para la cual todas las concepciones de mundo se reducen a ideologías, es decir, expresiones de situaciones histórico-sociales de grupos, supra-estructuras espirituales de fuerzas que nada tienen de espiritual sino sólo intereses de clase, motivaciones inconscientes, condiciones concretas de existencia social.
Todo pensamiento, entonces, incluido el dogma católico, no tiene sino un origen mundano, social e histórico.
Hoy, en la Iglesia católica, existe una fuerte tendencia ordenada a adaptarse a esta razón sociologista con la finalidad de reconciliarse con el mundo: maridar la fe cristiana con el relativismo más crudo. El resultado de esto ya no es, como decía Rosa, la existencia de un nuevo cristianismo, el del Dios inmanente, sino la desaparición de todo vestigio del cristianismo de la faz de la tierra.
¿Cómo comenzó esta operación dentro del seno de la Iglesia?
La estrategia consistió no en ir en contra de la fe misma sino en dejarla en sordina y ocuparse de generar una praxis “cristiana” relativista. Es decir, declarar, en el ámbito de la moralidad, que no existe regla objetiva alguna y que, en consecuencia, se puede vivir de muy diversos modos la vida cristiana. Pero dado que, como dice el refrán, quien no vive como piensa termina pensando como vive, el asalto definitivo de la razón posmoderna se produjo sobre la verdad misma de la fe: una verdad que, al dejar de tener todo contacto con la vida de las comunidades “cristianas”, se desdibujó para siempre.
De ahora en más, la “Iglesia” y el mundo pasaron a ser una sola cosa: tienen un mismo pensar, un mismo querer y un mismo sentir: un pensar escindido de toda verdad; un querer desprendido de toda norma objetiva de conducta; un sentir circunscripto a este mundo y carente de todo sentido trascendente.
Pues bien, luego de esta lectura de los avatares de la Iglesia católica durante el último siglo, me pregunto: ¿por qué, en el seno de la misma Iglesia católica, se ha producido un movimiento de auto-destrucción, queriéndose llegar a instituir un nuevo cristianismo, tal como señalara Enrico Rosa en 1909?
La respuesta a esta cuestión es demasiado compleja y exigiría un larguísimo análisis. Sólo propondré una línea de lectura que puede echar alguna luz a la cuestión.
Considero, ante todo, que la Iglesia ha llevado a cabo una lectura inadecuada de la modernidad. Esta lectura, que identifica la modernidad con el iluminismo, ha conducido a su condena en bloque. De este modo, ser católico y ser moderno se convierten en términos contradictorios. En consecuencia, el católico está condenado a vivir fuera de la historia, fuera de su tiempo.
Pero entonces, ¿cómo podían resignarse, los cristianos, a dejar de llevar el mensaje evangélico a los hombres que peregrinan con ellos en una determinada época? Era imposible. De allí la necesidad de establecer un diálogo con ellos, un acercamiento. ¿Cuál fue el problema? La idea de modernidad que estos cristianos tenían in mente. Si modernidad era igual a iluminismo y, este último equivalía al movimiento de la razón humana hacia la inmanencia radical, para acercarse al mundo no existía otro camino que el de modernizar la Iglesia, esto es, hacer que la fe cristiana comenzara a dejar los problemas del Cielo para ocuparse, de manera exclusiva, de los de la tierra.
Con esta asunción totalmente a-crítica de la idea de modernidad forjada por pensadores iluministas, se introdujo en la conciencia cristiana una visión esencialmente móvil de lo real. La realidad, concebida en términos de devenir, se ordenaba, por una ley ineluctable inmanente, al propio devenir, hacia lo mejor ( = progreso). En consecuencia, si la Iglesia quería tener presencia en la sociedad moderna no tenía otro atajo que asumir una visión esencialmente progresista. El mandato cristiano de abrazar siempre lo verdadero y lo bueno, sin importar en qué tiempo histórico haya sido realizado, es reemplazado por el imperativo de adherir a lo nuevo y desechar lo viejo. Este último imperativo ético está mostrando la inmanentización radical del mensaje cristiano: la absolutización del devenir, del tiempo.
Hace poco tiempo releía una entrevista que le hicieron al Papa Francisco I en la Civiltà Cattolica en el año 2013. En la misma el Papa afirmaba que “El Vaticano II ha sido una relectura del Evangelio a la luz de la cultura contemporánea…” y remataba: “… la dinámica de lectura del Evangelio actualizada en el hoy que ha sido propia del Concilio es absolutamente irreversible”[viii]. Me pregunto: ¿cuál es la lectura que el Concilio Vaticano II realizó de la cultura contemporánea y qué resulta absolutamente irreversible?, ¿lo expresado en sus textos o la interpretación que la Iglesia auto-denominada progresista ha hecho de los mismos?
El Papa no lo aclara. Sin embargo, la cuestión me parece importantísima ya que de esta lectura depende la suerte del mismo cristianismo. ¿Desde qué idea de modernidad se ha llevado a cabo esa interpretación? Temo que la lectura irreversible sea la que hemos descrito en este artículo. Si así fuese, resulta curioso que los mismos “integristas” compartan esta lectura irreversible ya que asumen la misma idea de modernidad sin ponerla en cuestión aunque, claro está, la rechazan y, al igual que los progresistas, absolutizan un tiempo histórico determinado. Estos últimos, siempre lo nuevo; los integristas, la Edad Media.
La situación descripta resulta preocupante. Considero que la Iglesia católica, para salir de esta profunda crisis en la que está sumergida hace más de un siglo, debe recuperar, ante todo, una inteligencia de la fe, una inteligencia centrada en la fe cristiana para entender su propio contenido. En segundo lugar, debe abandonar una falsa lectura de la modernidad la cual, por un lado, ha introducido en su seno una dicotomía profunda constituida por el binomio opositivo integrista-progresista y la ha conducido a profundas desventuras. En tercer lugar, formular una nueva lectura de la modernidad, a la luz no del pensamiento hegeliano sino de una inteligencia (intellectus, no ratio) iluminada por la fe, capaz de descubrir todo aquello que de verdadero y de bueno exista en nuestro tiempo y esforzarse en enderezar toda forma de desvío.
De lo contrario, nos seguirá sucediendo aquello que el filósofo cristiano italiano Augusto Del Noce, refiriéndose a la situación del catolicismo durante sus días, señala con amargura: “Aquello que caracteriza a los católicos es la aceptación de un pensamiento del propio tiempo de origen marxista o neo-burgués. El resultado es que no pueden pensar más a su metafísica y su religión en términos de verdad. Esta impotencia se manifiesta en presentarlas en un lenguaje alusivo y metafórico mediante el cual intentan distinguirse de los católicos comunes o tradicionales, y verdaderamente no pueden. Su escuela de incredulidad no tiene igual…”[ix].


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Notas


[i] Enrico Rosa. L’Enciclica “Pascendi” e il modernismo. Studii e commenti. Roma, Civiltà Cattolica, 1909, seconda edizione corretta e accresciuta, Prefazione, p. III.

[ii] Emile Poulat. La crisis modernista. Historia, dogma y crítica. Madrid, Taurus, 1974, p. 12.
[iii] Antonio Rosmini. Il racionalismo teologico. Roma, Città Nuova Editrice, 1992, Cap. I, 2, p. 35.
[iv] Cfr. Ibidem, Cap. IV, 14, p. 50.
[v] Cfr. Augusto Del Noce. Giovanni Gentile. Per una interpretazione filosofica della storia contemporanea. Bologna, Il Mulino, p. 209.
[vi] Augusto Del Noce. Il suicidio della rivoluzione. Bologna, Il Mulino, 1992, p. 6.
[vii] Cfr. Vittorio Possenti. La filosofia dopo il nichilismo. Sguardi sulla filosofia futura. Soveria Mannelli, Rubbetino, 2001, pp. 8-9.
[viii] “Intervista a Papa Francesco” por Antonio Spadaro. En La Civiltà Cattolica, Roma, anno 164, 19 settembre 2013, p. 467.
[ix] Lettera de Del Noce allo scrittore Quadrelli en 1984. Citado por Massimo Tringali. Augusto Del Noce interprete del novecento. Aosta, Le Château, 1997, pp. 142-143.


Fuente: ¡Fuera Los Metafísicos! Enero 20, 2015


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