domingo, 16 de abril de 2017

Ratisbona de nuevo: Occidente en negación.




por Samuel Gregg
Hace una década, un teólogo alemán de 79 años, de voz suave y pelo blanco, volvió a visitar una universidad en la que había pasado gran parte de su carrera académica.
En ocasiones como esta, no es extraño que un distinguido profesor emérito ofrezca algunas observaciones formales. Pocas veces tales reflexiones reciben mucha atención y, a menudo, son vistas como ejercicios de reminiscencias de académicos cuyos logros más sustanciales son asuntos del pasado.


Sin embargo, en este caso, el discurso pronunciado en la Universidad de Ratisbona, el 12 de septiembre de 2006, por el teólogo Joseph Ratzinger, mejor conocido como el papa Benedicto XVI, tuvo un impacto global inmediato. Durante semanas, incluso meses después, periódicos, revistas, publicaciones académicas e incluso libros completos atacaron, defendieron y analizaron las casi 4,000 palabras de lo que llegó a ser reconocido como el Discurso de Ratisbona. No obstante, copias del texto y efigies de su autor fueron también arrancadas, pisoteadas y quemadas públicamente en todo el mundo islámico. Las pantallas de televisión estaban dominadas por imágenes de turbas musulmanas enfurecidas y denuncias apasionadas de líderes musulmanes, la mayoría de los cuales claramente no había leído el texto.



Fue también notable, sin embargo, la fría acogida que el papa Benedicto XVI recibió en gran parte de Occidente. En medios de comunicación religiosa y secular aparecieron descripciones tales como «provocativo», «inoportuno», «insensible» y «poco diplomático». Ciertamente, el Papa tuvo muchos defensores en Norteamérica y en Europa. Entre otras cosas, ellos sugirieron que la reacción frenética de algunos musulmanes ante el discurso de Ratisbona demostró que había dado justo en el blanco la apacible pregunta de Benedicto acerca del lugar de la razón en la creencia y en la práctica islámicas.



Y, sea lo que sea, no hay duda de que las palabras de Benedicto XVI en Ratisbona tocaron una fibra sensible —incluso quizá varias fibras— en el mundo occidental. Aunque el discurso de Ratisbona recibiera mucha atención por causa de nueve párrafos en los que Benedicto analizó una conversación entre un emperador bizantino y su interlocutor, un musulmán persa, el enfoque primario del texto se ocupó de los problemas profundos de fe y razón que caracterizan hoy a Occidente y al Cristianismo. Y muchas de estas patologías surgen rápidamente cuando sea y donde sea que el terrorismo islámico levanta la cabeza. Ellas continúan debilitando la respuesta occidental a personas cuyos actos en lugares que van de Bruselas a París, de Beirut a Yakarta, de Jerusalén a San Bernardino, de Lahore a Nueva York, son reflejo de muchas cosas, incluyendo una particular comprensión de la naturaleza de lo Divino.

Occidente contra Logos
Una de las tesis fundamentales presentadas por Benedicto en Ratisbona fue que la manera en la que comprendemos la naturaleza de Dios tiene implicaciones en la forma en la que podemos juzgar como irracionales a ciertas decisiones y acciones humanas. Por tanto, si la razón simplemente no es parte de la concepción islámica de la naturaleza de la Divinidad, entonces Alá puede ordenar a sus seguidores que realicen acciones irracionales y todo lo que sus seguidores pueden hacer es someterse a la Voluntad Divina que funciona más allá de las categorías de la razón.


La mayoría de los comentaristas del discurso de Ratisbona, sin embargo, no observaron que el Papa rehusó proceder a hacer un análisis detallado del porqué y cómo esa concepción de Dios pudo haber afectado a la teología y a la práctica islámicas. Tampoco exploró la mentalidad de aquellos musulmanes que invocan a Alá para justificar la violencia yihadista. En lugar de eso, Benedicto XVI inmediatamente volteó a discutir más generalmente el lugar de la razón en el Cristianismo y en la cultura Occidental. En realidad, en el último párrafo del discurso, Benedicto invitó a su audiencia a «redescubrir» los «grandes logos»: «esta amplitud de la razón» la que, él sostuvo, el Cristianismo ortodoxo siempre ha considerado como un rasgo prominente de la naturaleza de Dios. El Papa usó el término «redescubrir» indicando que algo ha sido perdido y que mucho de Occidente y del mundo cristiano ha caído en otras formas de des-razón. Después de todo, la irracionalidad puede manifestarse en otras expresiones distintas a la de la violencia sin sentido.



Es difícil negar que la irracionalidad anda suelta y está devastando a gran parte de Occidente —especialmente a aquellas instituciones que se suponen son templos de la razón, como las universidades. Consideremos, por ejemplo, a aquellos que en la actualidad intentan convertir a las instituciones educativas occidentales en un gigantesco «espacio seguro». Dentro de ese capullo, por ejemplo, son considerados «odiadores», o alguna palabra a la que se añade el sufijo «fóbico», quienes sostienen que la teoría de género falla en las pruebas básicas de lógica, que el estado de bienestar tiene efectos negativos culturales, o que no todas las formas de desigualdad son en realidad injustas (por nombrar solamente algunas proposiciones que hoy muchos consideran ofensivas).



Un ejemplo especialmente relevante de este rechazo a la razón fue resaltado por Darío Fernández Morera en su libro reciente El Mito del Paraíso Andaluz [The Myth of the Andalusian Paradise]. Esta obra desafía directamente, si no es que es la destruye, la afirmación común de que la España islámica era un oasis de tolerancia y de pluralismo en un mundo intolerante. Fernández Morera muestra que la represión religiosa, política y cultural de judíos y cristianos, por parte de las autoridades musulmanas, era la regla general de toda la historia de la España islámica: «el hecho simple», dice el autor, «es que la ley islámica impuso condiciones humillantes a los dhimmis cristianos para asegurar que el poder absoluto permaneciera en las manos adecuadas».



De cierto modo, sin embargo, no es este el punto principal del libro de Fernández Morera. Su argumento más amplio es que el estudio desapasionado de la verdad sobre la España gobernada por los musulmanes ha sido oscurecido durante décadas debido a su subordinación a las agendas ideológicas ligadas con causas tales como el multiculturalismo, así como a la determinación de colocar al Cristianismo medieval en una posición negativa. Ocasionalmente algunos académicos desafían la narrativa políticamente correcta acerca de este y de otros temas similares sobre la base de la lógica y de la evidencia. Pero quienes lo hacen, como Sylvain Gouguenheim (cuyo libro de 2008, Aristote au mont Saint-Michel: Les racines grecques de l'Europe chrétienne demostró que el Islam no era una fuente del «redescubrimiento» de Occidente de las mentes griegas como Aristóteles) y como lo muestra Fernández Morera, son invariablemente demonizados.



El problema es que el mantenimiento de los mitos de tales temas por parte de los intelectuales y su perpetuación por parte de líderes políticos no sirven a los intereses del nadie —menos aún de los musulmanes. Las sociedades constituidas sobre tergiversaciones o negación de la verdad están acumulando problemas a largo plazo para ellas mismas. Los europeos occidentales actualmente están descubriendo esto, mientras se preguntan la razón por la que algunos seguidores de eso que se les ha dicho una y otra vez ser una religión de paz continúan participando en actos profundamente no pacíficos en el nombre esa religión, mientras porcentajes sustanciales de creyentes de la misma fe odian a los judíos y sostienen que la ley sharia debe triunfar por encima de las leyes de las sociedades europeas en las que han vivido durante décadas. Pero sobre todo, el aferrarse a falsedades no sirve a la causa de la verdad: aquello que debería estar en el centro de la misión de cualquier universidad que sea digna de ese nombre.



Esta fue una de las razones por las que los comentarios de Benedicto en Ratisbona enfatizaron más generalmente a la importancia del Logos para la universidad y la discusión pública. Logos, para los griegos, no era solo una palabra para la Razón Divina. También significaba razonar y explicar los pensamientos propios. El abandono del Logos, por tanto, implica una decisión para (1) negarse a pensar críticamente, (2) rechazar el debatir y (3) cortar la justificación en términos inteligibles de lo que uno cree.



Una vez que se ha tomado esta decisión, quedan tres opciones. Una es la que ha sido seleccionada por los yihadistas islámicos: la violencia reemplaza a la razón y la razón se subordina a una Voluntad Divina que no tiene interés en la razonabilidad. La segunda es el sentimentalismo masivo que apela al emotivismo para dar fin a debates perfectamente legítimos. La tercera es reducir a la razón a su dimensión empírica.



Benedicto en Ratisbona afirmó que la razón empírica y científica tienen su lugar. Ellas han sido el origen de mucho del progreso genuino y de avances tecnológicos por los que, dijo él, «debemos estar todos agradecidos». La desventaja es que la razón empírica está mal equipada para abordar, por ejemplo, asuntos acerca del bien y del mal, o para discernir acerca del los fines apropiados de las decisiones y acciones humanas. En la medida en la que traten de hacer eso, sus modos de razonar no pueden sino dejarse guiar en la dirección del utilitarismo: eso que trata de determinar el bien y el mal midiendo lo que no puede medirse cuantitativamente.



Son estos solamente algunos ejemplos de cómo, según Benedicto dijo en Ratisbona, «Occidente, desde hace mucho, está amenazado por esta aversión a las interrogantes fundamentales de su razón, y así sólo puede sufrir una gran pérdida». La única salida de este cul-de-sac es reconocer que la razón tiene mayor amplitud y profundidad, la que incluye pero también va más allá de las ciencias naturales y sociales. Sin embargo, esto plantea la cuestión sobre de dónde viene esa razón. En este punto, muchas mentes occidentales se alejan negándose a considerar el asunto. ¿Por qué? Porque apunta directamente a la cuestión de Dios —una entidad de la que mucho de Occidente, durante ya tiempo, ha estado tratando de prescindir, o reducir a la posición de un muñeco de peluche, que significa lo mismo.

Cristiandad: perdiendo la fe en la razón
Esa pregunta sobre Dios estaba en el primer plano del discurso de Ratisbona. La atención de Benedicto, sin embargo, estaba menos en la visión islámica de la naturaleza de Dios que en las maneras en las que se han desarrollado los tratamientos cristianos del lugar de la razón — y ocasionalmente deteriorado— en diferentes momentos de la historia. Para el Occidente esto es de importancia porque el Cristianismo está en el corazón de la cultura occidental: la misma cultura que, desde el tiempo de los griegos, ha afirmado considerar seriamente a la razón.


Los críticos del Judaísmo y del Cristianismo tienden a sostener que el Dios de las escrituras hebreas y cristianas parece casi tan arbitrario como lo que muchos creen que es el Dios del Corán. Pero si este fuera el caso, ¿por qué un emperador cristiano del siglo XIV de Bizancio, como lo cita Benedicto en Ratisbona, sostiene que «no actuar según la razón es contrario a la naturaleza de Dios»?



Según Benedicto, parte de la respuesta es que el Dios de la Biblia es también Razón Divina. Actuar en desafío de la Verdad de quién el Dios revelado es, por tanto, actuar en contra de la razón. Es por esto que el primer versículo del Evangelio de San Juan tiene tanta importancia. Cuando su autor escribió las palabras «En el principio era el Logos», parte del punto era anclar al Logos en el Dios que se manifiesta a sí mismo en el libro de Génesis, el que se identifica a sí mismo ante Moisés como «Yo soy» (y por tanto, como un ser real y no un mito o un ídolo creado por manos humanas), y a quien el Cristianismo enseña como definitivamente revelado en Cristo. Para Benedicto, «Logos significa tanto la razón como la palabra —una razón creadora y capaz de comunicación propia, precisamente como razón».



Claramente hay algo griego en todo esto. Pero para la mente de Benedicto: «el encuentro entre el mensaje bíblico y el pensamiento griego no ocurrió por casualidad». La fe cristiana necesitaba filosofía. Necesitaba las herramientas de la indagación racional inscritas en la razón misma del hombre: la misma razón que se deriva del mismo Dios revelado en las Escrituras.



Aún con toda la atención del Cristianismo a la razón, los cristianos no han siempre conducido muy bien la relación entre la fe y la razón, la Revelación y la filosofía. La Reforma Protestante fue parcialmente una reacción en contra del hiper-escolasticismo que —nadie menos que santos católicos como Tomás Moro lamentaron en ese tiempo— caracterizó a mucho del pensamiento católico a finales del siglo XV y que parecía marginalizar a las Escrituras. Este problema muy real llevó, comentó Benedicto, a muchos reformadores a creer que «ellos se enfrentaban con un sistema de fe totalmente condicionado por la filosofía».



Sin embargo, en Ratisbona, Benedicto XVI trató de llamar nuestra atención hacia el otro lado del problema: las olas de lo que él llamó «deshelenización», que han surgido a través del Cristianismo y el Occidente en diferentes puntos. Por «deshelenización», Benedicto quiso decir cualquier desvanecimiento del compromiso con el razonamiento filosófico coherente que el Cristianismo parcialmente absorbió del mundo griego y utilizó para aprehender la verdad que impregna a las Escrituras.



Cada vez que ha ocurrido ese distanciamiento de la razón, algunos cristianos han abrazado un tipo de sumisión a Dios que evita e incluso desalienta la exploración de los «porqués» de tal obediencia. Del otro lado del espectro, Benedicto argumentó, muchos teólogos del siglo XIX en adelante cayeron cada vez más (como gran parte de la academia) en la trampa de equiparar a la razón con métodos empíricos de investigación. De este modo, gradualmente, ellos dejaron de pensar acerca de Cristo y de la Revelación desde cualquier otro punto que no pudiera ser verificado por métodos científicos de investigación. Por lo tanto, en las palabras de James V. Schall SJ, «Al eliminar a la filosofía de la Escritura, terminamos eliminando la divinidad de Cristo». Y eso, para todos los efectos, anula la esencia del Cristianismo. Bajo esta luz, vemos que la marginalización del Logos lleva directamente a la desaparición de la teología natural, intenta reemplazar a la ley natural con éticas consecuencialistas, un hábito de deferencia excesiva a disciplinas como la sociología y la psicología, y la insistencia en que las experiencias personales triunfan sobre las conclusiones de razonamiento moral sano cuando evaluamos la bondad o no de nuestras decisiones.

Padecimientos de la mente occidental moderna
Estos sucesos han dejado a gran parte del Cristianismo espectacularmente mal equipado para incluso comenzar a lidiar con el yihadismo islámico, mucho menos realizar contribuciones importantes para combatir este fenómeno. Uno no necesita mirar con detenimiento dentro del mundo cristiano —incluyendo a la Iglesia Católica— para encontrar a aquellos que repiten sin fin el mantra de la «religión de paz», o quienes igualan con «islamofobia» a críticas razonadas de varios principios y costumbres musulmanes, cuidadosamente escritas e históricamente informadas. Hasta este punto, ellos hacen eco de las mismas banalidades de esos líderes occidentales políticos quienes, inmediatamente después de un ataque terrorista islámico, afirman que nada tiene que ver con el Islam. Desafortunadamente para ellos —y para el resto de nosotros— aquellos musulmanes que se inmolan mientras realizan atentados suicidas claramente piensan que sus acciones deben mucho a su fe religiosa.


Sin embargo, los efectos de la deshelenización van más allá del Cristianismo. La reducción de la razón a lo empírico ayuda a explicar el porqué, por ejemplo, mucha de la economía contemporánea ha degenerado en una sub-rama de las matemáticas aplicadas que con frecuencia oscurece las poderosas ideas de La Riqueza de las Naciones de Adam Smith. El empirismo también ayuda a explicar a los sociólogos intentando medir la felicidad sin estar dispuestos o ser capaces de definir lo que la felicidad realmente es. De nuevo, no es la técnica la que tiene una falla. El error es ver a la razón empírica como la única forma válida de razonar: una posición que, irónicamente, no puede ser probada empíricamente. Luego está la realidad de que la razón empírica nada tiene que decir acerca de la dimensión teológica de algo como el yihadismo islámico, ya que es incapaz de entrar en una discusión seria acerca de la naturaleza de Dios —algo que está, por definición, más allá de la cuantificación o de la medición.



Fue contra este telón de fondo que el discurso de Benedicto en Ratisbona reiteró el compromiso continuo de la Iglesia Católica con la razón en toda su plenitud y la necesidad de que los cristianos y el Occidente en general retomen a la razón en todas sus dimensiones. Desde luego, el Cristianismo no es una filosofía. En última instancia trata acerca de Dios y de quién es: un tema acerca del que la razón por sí misma puede comprender mucho pero que sólo es enteramente conocido mediante la Revelación. Sin embargo, sin la razón, la verdad acerca de esta realidad puede con facilidad oscurecerse. A este respecto, el peligro para el cristianismo en el presente es seguramente menos uno de fundamentalismo que más bien uno de sentimentalismo: eso que caracteriza hoy a demasiadas contribuciones al diálogo público en Occidente —incluyendo a aquellas hechas por más de unos pocos cristianos— y que se encuentra indefenso y confundido frente al terrorismo islamista.



Este es el estupor con el que un hombre amable que siempre ha templado el rigor intelectual y el valor moral con genuina humildad, trató de despertar en los cristianos y en Occidente en Ratisbona. Diez años más tarde, parece, muchos permanecen profundamente dormidos.



 Nota

La traducción del articulo «Regensburg Revisited: A West Still in Denial» publicado por el Acton Institute el 4 enero de 2017, es de ContraPeso.info: un proveedor de ideas que sostienen el valor de la libertad responsable y sus consecuencias lógicas.
La columna fue publicada originalmente el 4 de abril de 2016 en The Catholic Report, donde fue una de las más leídas del año anterior.

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