por Bruno Moreno
[Brügel - Caída de los ángeles rebeldes] Quizá sorprenda a mis lectores si digo que una de las cosas que más me gustan de este Papa es su insistencia en ir “a las fronteras”.
[Brügel - Caída de los ángeles rebeldes] Quizá sorprenda a mis lectores si digo que una de las cosas que más me gustan de este Papa es su insistencia en ir “a las fronteras”.
Tiene un cierto aire de la noble virtud de la magnanimidad (de la que también ha hablado el Papa en varias ocasiones), del magis de San Ignacio, el “siempre más” que ardía en su corazón y que llevó a los jesuitas a ir literalmente al fin del mundo para anunciar a Jesucristo. También me hace pensar en el plus ultra o “más allá” de la monarquía española, que llevó el Evangelio a un nuevo continente.
Como decían los escolásticos, sin embargo, pensar es distinguir y creo que conviene preguntarse de qué frontera estamos hablando, porque en las alusiones que muchos hacen a ir a las fronteras, se pueden reconocer claramente dos sentidos. Inspirémonos de nuevo en San Ignacio y hagamos una meditación de las dos fronteras.
La primera frontera es la de la evangelización. En ese sentido, es geográfica, pero también puede ser social y cultural. Ir a esta frontera significa ir hasta los confines del mundo si hace falta para anunciar a Cristo. Y esos confines pueden estar geográficamente lejos o en nuestras propias ciudades.
Difícilmente podría encontrarse algo más tradicional, ya que responde al mandato del mismo Señor: Id a todas las naciones a anunciarles la buena noticia, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Los apóstoles recorrieron todo el mundo conocido, desde la lejanísima India hasta el finisterre o non plus ultra de la Hispania de aquel entonces, movidos por el celo por anunciar el Evangelio: ay de mí si no evangelizare. También sería difícil encontrar algo más ignaciano. Pocos rincones habrá en la tierra donde no hayan derramado sangre, sudor y lágrimas los jesuitas en su empeño de anunciar a Cristo. Desde el viejo Reyno de Chile hasta las heladas tierras de Alaska y Canadá; de Japón a Polonia y del Norte de África a la pérfida Albión.
La lejanía, ciertamente, también puede ser social, económica y cultural y no solo geográfica. El anuncio del Evangelio va más allá de clases sociales, culturas, idiomas y divisiones políticas. Una de las ventajas de nuestro mundo moderno y globalizado es que no hace falta ir al África a evangelizar a los paganos, sino que probablemente baste con llamar a la puerta de nuestro vecino. Ya que no vamos a tierras lejanas a evangelizar, Dios nos ha acercado a los paganos, extranjeros y locales, para que les hablemos de Él.
¿Cuál es la segunda frontera? La frontera de la fe, en el sentido de los límites de esa fe. Ir a esa frontera parece significar cuestionar la fe, estirar de ella todo lo posible para ver dónde se rompe, confundir o incluso negar sus fronteras y, por consiguiente, borrar la distinción con otras religiones.
Si marchar a la primera frontera es plenamente tradicional, ir a la segunda no lo es en absoluto. La fe no se expande. Lo tradicional es profundizar en ella. No se conquistan nuevas verdades de fe, porque no inventamos lo que creemos, sino que hemos recibido la fe como un tesoro, transmitido desde los apóstoles. Cuando la Iglesia proclama un nuevo dogma de fe, lo nuevo no es el dogma, sino la definición, que viene de finis, límite, frontera. Es decir, lo que hace la Iglesia es poner el cartelito de “más allá, hay monstruos", indicando que quien pase esa frontera, se ha apartado de la fe. Cuando los cristianos traspasan las fronteras geográficas, sociales, culturales y económicas, están defendiendo y anunciando la fe. Cuando traspasan las fronteras doctrinales, la están abandonando.
Como decían los escolásticos, sin embargo, pensar es distinguir y creo que conviene preguntarse de qué frontera estamos hablando, porque en las alusiones que muchos hacen a ir a las fronteras, se pueden reconocer claramente dos sentidos. Inspirémonos de nuevo en San Ignacio y hagamos una meditación de las dos fronteras.
La primera frontera es la de la evangelización. En ese sentido, es geográfica, pero también puede ser social y cultural. Ir a esta frontera significa ir hasta los confines del mundo si hace falta para anunciar a Cristo. Y esos confines pueden estar geográficamente lejos o en nuestras propias ciudades.
Difícilmente podría encontrarse algo más tradicional, ya que responde al mandato del mismo Señor: Id a todas las naciones a anunciarles la buena noticia, bautizándolos en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo. Los apóstoles recorrieron todo el mundo conocido, desde la lejanísima India hasta el finisterre o non plus ultra de la Hispania de aquel entonces, movidos por el celo por anunciar el Evangelio: ay de mí si no evangelizare. También sería difícil encontrar algo más ignaciano. Pocos rincones habrá en la tierra donde no hayan derramado sangre, sudor y lágrimas los jesuitas en su empeño de anunciar a Cristo. Desde el viejo Reyno de Chile hasta las heladas tierras de Alaska y Canadá; de Japón a Polonia y del Norte de África a la pérfida Albión.
La lejanía, ciertamente, también puede ser social, económica y cultural y no solo geográfica. El anuncio del Evangelio va más allá de clases sociales, culturas, idiomas y divisiones políticas. Una de las ventajas de nuestro mundo moderno y globalizado es que no hace falta ir al África a evangelizar a los paganos, sino que probablemente baste con llamar a la puerta de nuestro vecino. Ya que no vamos a tierras lejanas a evangelizar, Dios nos ha acercado a los paganos, extranjeros y locales, para que les hablemos de Él.
¿Cuál es la segunda frontera? La frontera de la fe, en el sentido de los límites de esa fe. Ir a esa frontera parece significar cuestionar la fe, estirar de ella todo lo posible para ver dónde se rompe, confundir o incluso negar sus fronteras y, por consiguiente, borrar la distinción con otras religiones.
Si marchar a la primera frontera es plenamente tradicional, ir a la segunda no lo es en absoluto. La fe no se expande. Lo tradicional es profundizar en ella. No se conquistan nuevas verdades de fe, porque no inventamos lo que creemos, sino que hemos recibido la fe como un tesoro, transmitido desde los apóstoles. Cuando la Iglesia proclama un nuevo dogma de fe, lo nuevo no es el dogma, sino la definición, que viene de finis, límite, frontera. Es decir, lo que hace la Iglesia es poner el cartelito de “más allá, hay monstruos", indicando que quien pase esa frontera, se ha apartado de la fe. Cuando los cristianos traspasan las fronteras geográficas, sociales, culturales y económicas, están defendiendo y anunciando la fe. Cuando traspasan las fronteras doctrinales, la están abandonando.
La experiencia muestra que los dedicados a marchar a la primera frontera lo hacen, con sus defectos humanos, para dedicarse a la evangelización con la urgencia del mandato de Cristo: caritas Christi urget nos. En cambio, por una llamativa coincidencia, los segundos generalmente tienen alergia a la evangelización y todo su afán es buscar formas de quitarle urgencia, importancia o actualidad: en realidad todo el mundo se salva, lo importante es ser buenas personas y llevarse bien con los demás, la Iglesia debe dedicarse a obras sociales, hay muchos caminos que van hacia Dios, nadie posee la verdad, todo es relativo y un larguísimo etcétera.
Los primeros dan frutos, unos más y otros menos, a imagen de los que dieron San Pablo, San Francisco Javier, San Francisco de Sales, San Junípero Serra o San Bonifacio, entre tantísimos santos: frutos de fe y de vida eterna. Los segundos siempre están hablando de los grandes frutos que va a dar lo que hacen, de primaveras eclesiales, mayorías de edad, compromiso y liberación, pero lo que realmente parecen producir es indiferencia, relativismo y hastío. Los primeros saben que la fe vale más que el oro; los segundos se dedican a lo social, quizá porque ya no tienen fe. Los primeros siembran la fe católica; los segundos, como muestran los últimos cincuenta años, siembran los campos de sal.
Los que van a las fronteras del mundo a anunciar el Evangelio suelen distinguirse por su amor a la Iglesia y a todo lo católico. Los de las fronteras de la fe se caracterizan por el rencor y el disgusto más o menos inconsciente ante lo propiamente católico. En consecuencia, los primeros practican el único ecumenismo posible, que es el de retorno a la unidad de la única Iglesia Santa, Católica y Apostólica. Los segundos son los promotores del falso ecumenismo del diálogo eterno que no lleva a ningún sitio, de la equiparación entre la verdad y el error y de la unidad aparente que solo encubre una más profunda división.
Podríamos seguir describiendo el contraste entre ambos grupos, pero creo que lo dicho bastará para que nos demos cuenta de que hay que contemplar cuidadosamente ambas fronteras para decidir a dónde queremos ir. No parece aventurado señalar que, a la postre, esas dos fronteras no son más que una traducción buenista de las dos banderas de la meditación de San Ignacio. Las dos fronteras en realidad son dos banderas: la de Jesús y la del demonio, la de Jerusalén y la de Babilonia, la de la humildad y la de la soberbia, la del gozo eterno y la del gozo terrenal. ¿Cuál seguiremos?
Los primeros dan frutos, unos más y otros menos, a imagen de los que dieron San Pablo, San Francisco Javier, San Francisco de Sales, San Junípero Serra o San Bonifacio, entre tantísimos santos: frutos de fe y de vida eterna. Los segundos siempre están hablando de los grandes frutos que va a dar lo que hacen, de primaveras eclesiales, mayorías de edad, compromiso y liberación, pero lo que realmente parecen producir es indiferencia, relativismo y hastío. Los primeros saben que la fe vale más que el oro; los segundos se dedican a lo social, quizá porque ya no tienen fe. Los primeros siembran la fe católica; los segundos, como muestran los últimos cincuenta años, siembran los campos de sal.
Los que van a las fronteras del mundo a anunciar el Evangelio suelen distinguirse por su amor a la Iglesia y a todo lo católico. Los de las fronteras de la fe se caracterizan por el rencor y el disgusto más o menos inconsciente ante lo propiamente católico. En consecuencia, los primeros practican el único ecumenismo posible, que es el de retorno a la unidad de la única Iglesia Santa, Católica y Apostólica. Los segundos son los promotores del falso ecumenismo del diálogo eterno que no lleva a ningún sitio, de la equiparación entre la verdad y el error y de la unidad aparente que solo encubre una más profunda división.
Podríamos seguir describiendo el contraste entre ambos grupos, pero creo que lo dicho bastará para que nos demos cuenta de que hay que contemplar cuidadosamente ambas fronteras para decidir a dónde queremos ir. No parece aventurado señalar que, a la postre, esas dos fronteras no son más que una traducción buenista de las dos banderas de la meditación de San Ignacio. Las dos fronteras en realidad son dos banderas: la de Jesús y la del demonio, la de Jerusalén y la de Babilonia, la de la humildad y la de la soberbia, la del gozo eterno y la del gozo terrenal. ¿Cuál seguiremos?
InfoCatólica el 29.06.18 a las 2:44 PM
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