jueves, 13 de junio de 2019

Una lección de Filosofía para la Argentina.

por Carlos Daniel Lasa
 Ayer, una vez más, fui engañado. El engaño no solo procede de los particulares sino de instituciones intermedias e incluso de organismos que pertenecen al mismo estado.
 
Ayer fui víctima de la argucia de un banco.

Si bien es cierto que el engaño es moneda corriente en nuestro país, la sagacidad del sujeto (o institución) que engaña no llega a advertir la herida que produce en el burlado. Si realmente tomara conciencia que la trampa equivale a escarnecer a alguien, podría advertir, entre otras cosas, que ese damnificado generará un sentimiento muy negativo consistente en la total desconfianza hacia los otros.

Diariamente realizo actos que manifiestan continuos gestos de confianza: confío en mi esposa, en mis hijos, en mis vecinos. Sin embargo, este “fiarse de” comienza a desaparecer, por lo menos a nivel de la sociedad política, cuando soy víctima reiterada del escarnio (digámoslo en términos vulgares: cuando ya me toman como “el hijo de la pavota”).

Frente a esta realidad, recordé una enseñanza de la filosofía: ya en la Atenas del siglo IV a. C., Aristóteles nos ofrecía la clave para interpretar la imposibilidad que tenemos los argentinos de estar unidos en torno a algo. Fue precisamente Aristóteles quien advirtió, con claridad y extremo realismo, que la justicia no resulta suficiente para sembrar la concordia de una ciudad si no está presente, de modo previo, la amistad social.

De no haber amistad social, incluso la misma persona que engaña comienza a padecer dentro de esa sociedad que sospecha de todo, que incluso se convierte en hostil a su propio deseo de felicidad y de vivir en paz. Esa sociedad que se transforma en un medio tóxico, del cual conviene estar lo más alejado posible, genera el atomismo social que es el antecedente del individualismo más extremo.

Consecuentemente, esa sociedad no podrá ponerse de acuerdo en nada porque ninguno de sus actores se fiará de los demás ni de las promesas que le pregonen. ¿O no es esto lo que nos pasa a los argentinos?

Se equivocan quienes piensen que la justicia que se efectiviza en la sociedad política a través del ordenamiento jurídico (siempre y cuando no contradiga al derecho natural), dando al otro lo que le corresponde, es suficiente. Para alcanzar un grado razonable de cohesión social, el ciudadano no sólo requiere que se le otorgue aquello que le corresponde sino también otras cosas que son necesarias para ser mejor y vivir en armonía con los demás. ¿Qué ordenamiento jurídico, acaso, me manda a saludar a mi vecino?, ¿qué ordenamiento jurídico me obliga a dejar el asiento a una mujer embarazada o a una anciana?

Ciertamente, una persona de bien va a ocuparse del bienestar del otro, y por eso edificará una relación amical que permitirá una mayor unión entre los ciudadanos, más allá del mero dictamen de la norma jurídica. Esa sociedad se convertirá en un ámbito en el cual valdrá la pena vivir, y valdrá la pena porque cada ciudadano percibirá que el otro no representa una amenaza sino alguien que quiere su bien.

Por eso, cuando en lugar de la amistad social prima el afán de engañar a los otros, se va generando un clima de violencia moral que es la antesala de la mayor de las frustraciones.

Ojalá dejemos de desvelarnos por los sesudos análisis económicos que se nos presentan como la solución a los problemas de Argentina y advirtamos la importancia de las lecciones que nos ofrece la filosofía: la importancia de fundar y sostener la amistad social en la vida de un país.

 ¡Fuera los Metafísicos!  • junio 11, 2019

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