miércoles, 4 de marzo de 2020

El consejo de Tolkien a su hijo en una crisis como la actual: comunión frecuente

J.R.R. Tolkien (1892 - 1973) reading in his study. © Haywood Magee/Getty Images
por  Juanjo Romero
 
¡Me encantan los epistolarios! Al menos desde que, en palabras de mis hijos, soy mayor. Las personas perspicaces, penetrantes y sensibles lo son siempre, también en la intimidad, y quizá ahí más. Son mucho mejores que los «diarios», de los que a veces tengo dudas de que no estén escritos «pensando en que alguna vez serán publicados».

Este verano he leído las «Cartas de JRR Tolkien» seleccionadas por Humphrey Carpenter (no puedo recomendarlas porque el libro está descatalogado, creo). Ha sido una fuente insospechada de inspiración, y en las circunstancias actuales he recordado una dirigida a su hijo Michael a finales de 1963. El Concilio Vaticano II está en marcha, para lo bueno y para lo malo. Tolkien tiene 71 años, ha vivido mucho y ya es un escritor admirado en todo el mundo. Sus hijos ya son mayores.

No dispongo de la carta a la que está contestando, pero se deduce por el contexto. Es una respuesta de padre a hijo. Resulta entrañable porque aunque empieza abordando la situación laboral y académica de su hijo («lamento mucho que te sientas deprimido») enseguida salta a lo importante: «Pero tú hablas de ‘fe debilitada’». Y le dedica al tema casi todo el escrito, hasta el punto de que de repente se da cuenta «¡No pretende ser un sermón! No me cabe duda de que tú sabes todo eso y aún más». Lo que haría cualquier padre: ir a lo trascendental.

Parece que la «crisis» de fe de su hijo tiene sus raíces en el escándalo de varios clérigos, como está ocurriendo estos días.

Por un lado, con la experiencia que sólo da la edad, contextualiza y pone el foco donde se debe, en la santidad personal: «pero deberíamos apenarnos por Nuestro Señor, identificándonos con los escandalizadores, no los santos…». Además advierte que echar la culpa fuera, «encontrar un chivo expiatorio», es síntoma de que ya algo, dentro, estaba mal previamente.

En esta crisis evidente de la Iglesia que estamos viviendo, tengo a veces la sensación de que algunas personas la observan desde fuera, o como si ellos fuesen a solucionarla, o como si su seguimiento tipo campeonato de fútbol fuese a justificarles cuando se presenten delante del Señor, cuando es fundamentalmente un asunto de santidad personal, correspondencia a la Gracia.

Y por otro lado, Tolkien padre le propone la solución a su hijo: «la única cura para el debilitamiento de la fe es la Comunión», pero no de modo cualquiera, frecuente: «siete veces a la semana resulta más nutritivo que siete veces con intervalos», y da razón de ello.

Me impresiona la centralidad de la Eucaristía en la fe de Tolkien, es su asidero, de donde parte y a donde va. Y lo explica como converso que es: «No es para mí el Lebrel del Cielo, sino la incesante llamada silenciosa del Tabernáculo, y la sensación de un hambre mortal», con esa imprecisión fruto de estar abriendo su corazón.

«Pero me enamoré del Santísimo Sacramento desde un principio…». Para Tolkien lo es todo, y también en último término la propia constitución jerárquica de la Iglesia, para eso existe, para la Eucaristía.

No me enrollo, dejo el texto central de la carta (las negritas mías), todo lo demás que haga será destrozarla, ¡hay tantas cosas más por comentar en ella!

Me gustaría que cuando fuese mayor, de verdad, pudiese escribir a mis hijos, no con la pluma de Tolkien, pero sí con su amor al Señor sacramentado.
A Michael Tolkien

1 de noviembre de 1963

76 Sandfield Road, Headington, Oxford

Mi muy querido M.:

[…]

La mucho más elevada devoción a la religión posiblemente no puede escapar al mismo proceso. Por supuesto, es degradada en cierta medida por todos los «profesionales» (y por todos los cristianos que profesan), y por algunos, en diferentes épocas y lugares, ultrajada; y como el objetivo es más elevado, la desventaja parece (y es) mucho peor. Pero no se puede mantener una tradición de enseñanza o de verdadera ciencia sin escuelas y universidades, y eso significa maestros y catedráticos. Y no se puede mantener una religión sin una iglesia y ministros; y eso significa profesionales: sacerdotes y obispos… y también monjes. El vino precioso debe (en este mundo) tener una botella o algún sustituto aún menos valioso. Por mi parte, he comprobado que me he vuelto menos cínico, no lo contrario, recordando mis propios pecados y locuras; y me doy cuenta de que el corazón de los hombres a menudo no es tan malo como sus actos, y rara vez tan malo como sus palabras. (Especialmente a nuestra edad, edad de escarnio y de cinismo. Estamos más libres de la hipocresía, pues no «cuadra» profesar santidad o sentimientos del todo elevados; pero es una edad de hipocresía invertida como el ampliamente difundido esnobismo de la actualidad: los hombres profesan ser peores de lo que son.)….

Pero tú hablas de «fe debilitada». Ésa es enteramente otra cuestión. En última Instancia, la fe es un acto de voluntad, inspirado por el amor. Nuestro amor puede enfriarse y nuestra voluntad deteriorarse por el espectáculo de las deficiencias, la locura, aun los pecados de la Iglesia y sus ministros, pero no creo que alguien que haya tenido fe alguna vez, retroceda más allá de su límite por estos motivos (menos que nadie, quien tenga algún conocimiento histórico). El «escándalo» a lo más es una ocasión de tentación, como la indecencia lo es de la lujuria, a la que no hace, sino que la despierta. Resulta conveniente porque tiende a apartar los ojos de nosotros mismos y de nuestros propios defectos para encontrar un chivo expiatorio. Pero el acto de voluntad de la fe no es un momento único de decisión definitiva: es un acto permanente indefinidamente repetido, es decir, un estado que debe prolongarse, de modo que rezamos por la obtención de una «perseverancia definitiva». La tentación de la «incredulidad» (que significa realmente el rechazo de Nuestro Señor y Sus Demandas) está siempre presente dentro de nosotros. Una parte nuestra anhela contar con una excusa para que salga al exterior. Cuanto más fuerte es la tentación interior, más pronta y gravemente nos «escandalizarán» los demás. Creo que soy tan sensible como tú (o cualquier otro cristiano) a los «escándalos», tanto del clero como de los laicos. He sufrido mucho en mi vida por causa de sacerdotes estúpidos, cansados, obnubilados y aun malvados; pero ahora sé lo bastante de mí como para ser consciente de que no debo abandonar la Iglesia (que para mí significaría abandonar la alianza con Nuestro Señor) por ninguno de esos motivos: debería abandonarla porque no creo o ya no creería aun cuando nunca hubiera conocido a nadie de las órdenes que no fuera sabio y santo a la vez. Negaría el Santísimo Sacramento, es decir: llamaría a Dios un fraude en su propia cara.

Si Él fuera un fraude y los Evangelios, fraudulentos, es decir, episodios seleccionados con mala intención de un loco megalómano (que es la única alternativa), en ese caso, por supuesto, el espectáculo exhibido por la Iglesia (en el sentido del clero) en la historia y en la actualidad es una simple prueba de un fraude gigantesco. Pero si no, este espectáculo es, ¡ay!, sólo lo que era de esperar: empezó antes de la primera Pascua y no afecta a la fe en absoluto, excepto en cuanto podemos y debemos estar muy apenados. Pero deberíamos apenarnos por Nuestro Señor, identificándonos con los escandalizadores, no los santos, sin clamar que no podemos «tolerar» a Judas Iscariote, o aun al absurdo y cobarde Simón Pedro o a las tontas mujeres como la madre de Santiago, que trató de poner a sus hijos por delante.

Exige una fantástica voluntad de incredulidad suponer que Jesús nunca realmente «tuvo lugar» y más todavía para suponer que nunca dijo las cosas que de Él se han registrado, tan incapaz fue nadie en el mundo de aquella época de «inventarlas»: tales como «ante Abraham vine para ser Yo soy» (Juan, VIII); «El que me ha visto, ha visto al Padre» (Juan, IX), o la promulgación del Santísimo Sacramento en Juan, V: «El que ha comido mi carne y bebido mi sangre tiene vida eterna». Por tanto, o bien debemos creer en El y en lo que dijo y atenernos a las consecuencias, o rechazarlo y atenernos a las consecuencias. Me es difícil creer que nadie que haya tomado la Comunión, aun una vez, cuando menos con la intención correcta, pueda nunca volver a rechazarlo sin grave culpa. (Sin embargo, sólo Él conoce cada una de las almas singulares y sus circunstancias.)

La única cura para el debilitamiento de la fe es la Comunión. Aunque siempre es Él Mismo, perfecto y completo e inviolable, el Santísimo Sacramento no opera del todo y de una vez en ninguno de nosotros. Como el acto de Fe, debe ser continuo y acrecentarse por el ejercicio. La frecuencia tiene los más altos efectos. Siete veces a la semana resulta más nutritivo que siete veces con intervalos. También puedo recomendar esto como ejercicio (demasiado fácil es, ¡ay!, encontrar oportunidad para ello): toma la comunión en circunstancias que resulten adversas a tu gusto. Elige a un sacerdote gangoso o charlatán o a un fraile orgulloso y vulgar; y una iglesia llena de los burgueses habituales, niños de mal comportamiento -de los que claman ser producto de las escuelas católicas, que en el momento de abrirse el  tabernáculo, se sientan y bostezan-, jovencitos sucios y con el cuello de la camisa abierto, mujeres de pantalones con los cabellos a la vez descuidados y descubiertos. Ve a tomar la comunión con ellos (y reza por ellos). Será lo mismo (o aún mejor) que una misa dicha hermosamente por un hombre visiblemente virtuoso, y compartida por unas pocas personas devotas y decorosas. (No pudo haber sido peor que la confusión suscitada por la alimentación de los Cinco Mil, después de la cual [Nuestro] Señor expuso la alimentación que estaba por venir.)

A mí me convence el derecho de Pedro, y mirando el mundo a nuestro alrededor no parece haber muchas dudas (si el Cristianismo es verdad) acerca de cuál sea la Verdadera Iglesia, el templo del Espíritu[1], agónico pero vivo, corrupto pero sagrado, autorreformado y reestablecido. Pero para mí esa Iglesia de la cual el Papa es la cabeza reconocida sobre la tierra tiene como principal reclamo que es la que siempre ha defendido (y defiende todavía) el Santísimo Sacramento, lo ha venerado en grado sumo y lo ha puesto (como Cristo evidentemente lo quiso) en primer lugar. Lo último que encomendó a san Pedro fue «Alimenta a mis ovejas», y como Sus palabras deben siempre entenderse literalmente, supongo que se refieren en primer término al Pan de la Vida. Fue en contra de esto que se lanzó la revolución del Oeste de Europa (o Reforma) -«la blasfema fábula de la Misa» y la oposición entre las obras y la fe, un mero falso indicio. Supongo que la más grande reforma de nuestro tiempo fue la llevada a cabo por san Pío X[2]: sobrepasó cualquier cosa, por necesaria que fuese, que el Concilio[3] lograse. Me pregunto en qué estado se encontraría la Iglesia si no hubiera sido por ella.

¡Vaya disquisición tan alarmante y digresiva! ¡No pretende ser un sermón! No me cabe duda de que tú sabes todo eso y aún más. Soy un hombre ignorante, pero también solitario. Y aprovecho la oportunidad de hablar, que, estoy seguro, no aprovecharía nunca de manera oral. Pero, por supuesto, vivo preocupado por mis hijos: que en este mundo duro, cruel y burlón en el que sobrevivo, deben sufrir más ataques que los que yo he sufrido. Pero soy uno que ha salido de Egipto y ruego a Dios para que ninguno de los de mi simiente tenga nunca que volver allí. He sido testigo (comprendiendo a medias) de los heroicos sufrimientos y la muerte temprana en la extrema pobreza de mi madre, que fue la que me introdujo en laIglesia; y recibí la asombrosa caridad de Francis Morgan[4]. Pero me enamoré del Santísimo Sacramento desde un principio, y por la misericordia de Dios no he vuelto nunca a caer: pero, ¡ay!, no he vivido a su altura. Os he criado a todos mal y os he hablado muy poco. Por maldad y por pereza casi he dejado de practicar mi religión, especialmente en Leeds, y en 22 Northmoor Road.[5] No es para mí el Lebrel del Cielo, sino la incesante llamada silenciosa del Tabernáculo, y la sensación de un hambre mortal. Lamento esos días con amargura (y sufro por ellos con toda la paciencia que se me concede); sobre todo porque fracasé como padre. Ahora rezo por vosotros todos, sin descanso, para que el Curador [Healer] (el Hælend como el Salvador era por lo general llamado en inglés antiguo) corrija mis defectos y ninguno de vosotros deje nunca de exclamar: Benedictas qui venit in nomine Domini

[…]
Notas en el original

[1]  No es que uno deba olvidar las sabias palabras de Charles Williams de que es nuestro deber cuidar del altar acreditado y establecido, aunque el Espíritu Santo puede enviar su fuego a otro sitio. Dios no puede ser limitado (ni siquiera por sus propios cimientos) de los cuales san Pablo es el ejemplo primero y fundamentaly puede utilizar cualquier canal para Su gracia. Aun amar a Nuestro Señor y ciertamente llamarlo Señor y Dios es una gracia y puede precipitarla aun en mayor abundancia. No obstante, hablando institucionalmente y no de almas individuales, el canal debe volver finalmente al curso ordenado, no manar por las arenas y perderse. Además del Sol, puede haber la luz de la Luna (aun lo bastante abundante como para leer); pero si se quitara el Sol, no se vería la Luna. ¿Qué sería hoy del cristianismo si la Iglesia Romana de hecho hubiera sido destruida?

[2] Posible referencia a la recomendación de Pío X de la comunión diaria y la comunión de los niños.

[3] Concilio Vaticano II

[4] El tutor de Tolkien, fray Francis Morgan.

[5] Hogar de Tolkíen desde 1926 a 1930.
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InfoCatólica. Blog: De Lapsis  el 26.09.18 a las 5:33 PM

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