jueves, 6 de febrero de 2014

Práctica del amor a Jesucristo: Cuanto merece ser amado Jesucristo por el amor que nos mostró en su Pasión.

San Alfonso Maria de Ligorio fue un santo Doctor de la Iglesia al que debemos mucho, ya que fue un insigne teólogo moralista y un maestro de vida espiritual para todos, sobre todo para la gente humilde (Benedicto XVI). 
... Junto a las obras de teología, san Alfonso compuso muchos escritos, destinados a la formación religiosa del pueblo. Es estilo es simple y agradable. Leídas y traducidas en numerosas lenguas, las obras de san Alfonso han contribuido a plasmarla espiritualidad popular de los últimos dos siglos.
Algunas de estas son 
textos que aportan grandes beneficios todavía hoy, como Máximas Eternas, Las Glorias de María, Práctica de amor a Jesucristo, obra -esta última- que representa la síntesis de su pensamiento y de su obra maestra. Insiste mucho en la necesidad de la oración, que permite abrirse a la Gracia divina para cumplir cotidianamente la voluntad de Dios y conseguir la propia santificación. Con respecto a la oración escribe: “Dios no niega a nadie la gracia de la oración, con la que se obtiene la ayuda para vencer toda concupiscencia y toda tentación. Y digo, replico y replicaré siempre, durante toda mi vida, que toda nuestra salvación está en el rezar”. De aquí su famoso axioma: “Quien reza se salva” “Del gran Medio de la Oración y opúsculos afines”. Obras Ascéticas II, Roma 1962, p. 171). ...

San Alfonso María de Ligorio es un ejemplo de pastor celoso, que ha conquistado las almas predicando el Evangelio y administrando los Sacramentos, combinado con un modo de hacer basado en una bondad humilde y suave, que nacía de la intensa relación con Dios, que es la Bondad infinita. Tuvo una visión realista y optimista de los recursos del bien que el Señor da a cada hombre y dio importancia a los afectos y a los sentimientos del corazón, además de la mente, para poder amar a Dios y al prójimo. 


Ciclo de catequesis sobre los Doctores de la Iglesia, en la audiencia general celebrada en la Plaza San Pedro. Discurso que el Papa Benedicto XVI. 



A continuación publicamos una de sus reflexiones extraídas de " Práctica de amor a Jesucristo" 



Capítulo I
Cuanto merece ser amado Jesucristo por el amor que nos mostró en su Pasión.

Toda la santidad y perfección del alma consiste en amar a Jesucristo, Dios nuestro, sumo Bien y Salvador. El Padre -dice el propio Jesús- los ama porque ustedes me han amado. «Algunos -expone San Francisco de Sales- cifran la perfección en la austeridad de la vida, otros en la oración, quienes en la frecuencia de sacramentos y quienes en el reparto de limosnas; más todos se engañan, porque la perfección consiste en amar a Dios de todo corazón». Ya lo decía el Apóstol: Y sobre todas estas cosas, revestíos de la caridad, que es el vinculo de la perfección. La caridad es quien une y conserva todas las virtudes que perfeccionan al hombre; por eso decía San Agustín: «Ama, y haz lo que quieras», porque el mismo amor enseña al alma enamorada de Dios a no hacer cosa que le desagrade y a hacer cuanto sea de su agrado.
 
¿Por ventura no merece Dios todo nuestro amor? El nos amó desde toda la eternidad. Hombre, dice el Señor, mira que fui el primero en amarte. Aun no habías nacido, ni siquiera el mundo había sido creado, y ya te amaba yo. Te amo desde que soy Dios; desde que me ame a mi, te amé a ti. Razón tenía, pues, la virgen Santa Inés cuando, al pretenderla por esposa un joven que la amaba y reclamaba su amor, le respondía: «¡Fuera, amadores de este mundo!; dejad de pretender mi amor, pues mi Dios fue el primero en amarme, ya que me amó desde toda la eternidad; justo es, por consiguiente, que a El consagre todos mis afectos y a nadie más que a El».
 
Viendo Dios que los hombres se dejan atraer por los beneficios, quiso, mediante sus dádivas, cautivarlos a su amor, y prorrumpió: «Con cuerdas humanas los atraía, con lazos de amor. Quiero obligar a los hombres a amarme con los lazos con que ellos se dejan atraer, esto es, con los lazos del amor, que no otra cosa son cuantos beneficios hizo Dios al hombre. Después de haberlo dotado de alma, imagen perfectísima suya y enriquecida de tres potencias, memoria, entendimiento y voluntad, y haberle dado un cuerpo hermoseado con los sentidos, creó para él el cielo y la tierra y cuanto en ellos hay: las estrellas, los planetas, los mares, los ríos, las fuentes, los montes, los valles, los metales, los frutos y todas las especies de animales, a fin de que, sirviendo al hombre, amase éste a Dios en agradecimiento a tantos beneficios. «El cielo, la tierra y todas las cosas me están diciendo que te ame», decía San Agustín. Señor mío, proseguía, todo cuanto veo en la tierra y fuera de ella, todo me habla y me exhorta a amarte, porque todo me dice que Tu lo has creado por mí. El abate Rancé, fundador de la Trapa, cuando desde su eremitorio se detenía a contemplar las colinas, las fuentes, los regatillos, las flores, los planetas, los cielos, sentía que todas estas criaturas le inflamaban en amor a Dios, que por su amor las había creado.

También Santa María Magdalena de Pazzi, cuando tenía una hermosa flor, sentíase abrasar en amor divino y exclamaba: «¿Conque Dios desde toda la eternidad pensó en crear esta florcita por mí?»; así que la tal florcilla se trocaba para ella en amoroso dardo que la hería suavemente y unía más con Dios. A su vez, Santa Teresa de Jesús decía que, mirando los árboles, fuentes, riachuelos, riberas o prados, oía que le recordaban su ingratitud en amar tan poco al Creador, que las había creado para ser amado del ella. Cuéntase a este propósito que cierto devoto solitario, paseando por los campos, hacíasele que hierbezuelas y flores le salían al paso a echarle en cara su ingratitud para con Dios, por lo que las acariciaba suavemente con su bastoncito y les decía: «Callad, callad; me llamáis ingrato y me decís que Dios os creó por amor mío y que no le amo; ya os entiendo; callad, callad y no me echéis más en cara mi ingratitud».
 
Más no se contentó Dios con darnos estas hermosas criaturas, sino que, para granjearse todo nuestro amor, llegó a darse por completo a sí mismo: Porque así amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo Unico. Viéndonos el Eterno Padre muertos por el pecado y privados de su gracia, ¿qué hizo? Por el inmenso amor que nos tenía, o, como dice el Apóstol, por su excesivo amor, mandó a su amadísimo Hijo a satisfacer por nosotros y devolvernos así la vida que el pecado nos había arrebatado. Y, dándonos al Hijo -no perdonando al Hijo para perdonarnos a nosotros-, junto con el Hijo nos dio toda suerte de bienes, su gracia, su amor y el paraíso, porque todos estos bienes son ciertamente de más ínfimo precio que su Hijo.
 
Movido, además, el Hijo por el amor que nos tenía, se nos entregó completamente. Y, para redimirnos de la muerte eterna y devolvernos la gracia divina y el paraíso perdido, se hizo hombre y se vistió de carne como nosotros. Y vimos a la majestad infinita como anonadada. El Señor del universo se humilló hasta tomar forma de esclavo y se sujetó a todas las miserias que el resto de los hombres padecen.
 
Pero lo que hace más caer en el pasmo es que, habiéndonos podido salvar sin padecer ni morir, eligió vida trabajosa y humillada y muerte amarga e ignominiosa, hasta morir en la cruz, patíbulo infame reservado a los malhechores. Y ¿por qué, pudiéndonos redimir sin padecer, quiso abrazarse con muerte de cruz? Para demostrarnos el amor que nos tenía. Nos amó, y porque nos amó se entregó en manos de los dolores, ignominias y muerte la más amarga que jamás hombre alguno padeció sobre la tierra.
 
Razón tenía el gran amador de Jesucristo, San Pablo, al afirmar: El amor de Cristo nos apremia, que equivalía a decir que le obligaba y como forzaba más a amar a Jesucristo, no tanto lo que por él había padecido, cuando el amor con que lo había sufrido. Oigamos cómo discurre San Francisco de Sales acerca del citado texto: «Saber que Jesucristo, verdadero eterno Dios y omnipotente, nos ha amado hasta querer sufrir por nosotros muerte de cruz, ¿no es sentir como prensados nuestros corazones y apretados fuertemente, para exprimir de ellos el amor con una violencia que cuanto es más fuerte, es tanto más deleitosa?» Y prosigue: «Por qué no nos abrazamos en espíritu a El, para acompañarle en la muerte de cruz, ya que en ella quiso morir por nuestro amor?... Un mismo fuego consumirá al Creador y a su miserable criatura; mi Jesús es todo mío y yo todo suyo. Viviré y moriré sobre su pecho, y ni la muerte ni la vida serán poderosas para separarme de El. ¡Oh amor eterno!, mi alma os busca y os elige para siempre. Venid, Espíritu Santo, e inflamad nuestros corazones en vuestro amor. ¡O amar o morir! ¡Morir y amar! ¡Morir a todo otro amor para vivir en el de Jesús y así no morir eternamente, y viviendo en vuestro amor eterno, ¡Oh Salvador de las almas!, cantaremos eternamente: ¡Viva Jesús! ¡Yo amo a Jesús! ¡Viva Jesús, a quien amo! ¡Yo amo a Jesús! que vive y reina por los siglos de los siglos! Amén».
Tanto era el amor que Jesucristo tenía a los hombres, que le hacía anhelar la hora de la muerte para demostrarles su afecto, por lo que repetía: Con bautismo tengo que ser bautizado, y ¡que angustias las mías hasta que se cumpla! Tengo de ser bautizado con mi propia sangre, y ¡cómo me aprieta el deseo de que suene pronto la hora de la pasión, para que comprenda el hombre el amor que le profeso! De ahí que San Juan, hablando de la noche en que Jesucristo comenzó su pasión, escribiera: Sabiendo Jesús que era llegada su hora de pasar de este mundo al Padre, como hubiese amado a los suyos..., los amó hasta el extremo. El Redentor llamaba aquella hora la suya, porque el tiempo de su muerte era su tiempo deseado, pues entonces quería dar a los hombres la postrer prueba de su amor, muriendo por ellos en una cruz, acabado de dolores.
 
Mas ¿quién fue tan poderoso que movió a Dios a morir ajusticiado en un patíbulo, en medio de los malhechores, con tanto desdoro de su divina majestad? ¿Quién hizo esto?, pregunta San Bernardo, y se responde: Lo hizo el amor, que no entiende de puntos de honra. ¡Ah!, que cuando el amor quiere darse a conocer, no hace cuenta con lo que hace a la dignidad del amante, sino que busca el modo de darse a conocer a la persona amada. Sobrada razón tenía, por lo tanto, San Francisco de Paula al exclamar ante un crucifijo: «¡Oh caridad, oh caridad, oh caridad!» De igual modo, todos nosotros, mirando a Jesús crucifijado, debiéramos decir: ¡Oh amor, oh amor, oh amor!

File:Peter Paul Rubens - De kruisoprichting.JPG

 
Si no nos lo asegurara la fe, ¿quién hubiera jamás creído que un Dios omnipotente, felicísimo y señor de todo cuanto existe, llegara a amar de tal modo al hombre que se diría había salido como fuera de sí? «Vimos a la misma Sabiduría -dice San Lorenzo Justiniano-, es decir, al Verbo eterno, como enloquecido por el mucho amor que profesa a los hombres». Igual decía Santa María Magdalena de Pazzi cuando, en un transporte extático, tomó una cruz y andaba gritando: «Sí, Jesús mío, eres loco de amor. Lo digo y lo repetiré siempre: Eres loco de amor, Jesús mío». Pero no, dice San Dionisio Areopagita, no es locura, sino efecto natural del divino amor, que hace al amante salir de sí para darse completamente al objeto amado, «que éste es el éxtasis que causa el amor divino».
 
San Buenaventura
¡Oh si los hombres se detuvieran a considerar, cuando ven a Jesús crucificado, el amor que les tuvo a cada uno de ellos! «Y ¿cómo no quedaríamos abrasados de ardiente celo -exclamaba San Francisco de Sales- a vista de las llamas que abrasan al Redentor?... Y ¿qué mayor gozo que estar unidos a El por las cadenas del amor y del celo?» San Buenaventura llamaba a las llagas de Jesucristo «llagas que hieren los más duros corazones y que inflaman en amor a las almas más heladas». Y ¡qué de saetas amorosas salen de aquellas llagas para herir los más duros corazones! Y ¡qué de llamas salen del corazón amoroso de Jesús para inflamar los más fríos corazones! Y ¡qué de cadenas salen de aquel herido costado para cautivar los más rebeldes corazones!

El Beato Juan de Ávila estaba tan enamorado de Jesucristo, que en todos sus sermones no dejaba de predicar del amor que nos profesó, y en un tratado suyo sobre el amor de este amantísimo Redentor a los hombres, se expresa con tan encendidos afectos, que, por serlo tanto, prefiero transcribirlos. Dice así: «¡Oh amor divino, que saliste de Dios, y bajaste al hombre, y tornaste a Dios! Porque no amaste al hombre por el hombre, sino por Dios; y en tanta manera lo amaste, que quien considera este amor no se puede esconder de tu amor, porque haces fuerza a los corazones, como dice tu Apóstol: La caridad de Cristo nos hace fuerza... Esta es la fuente y origen del amor de Cristo para con los hombres, si hay alguno que lo quiera saber. Porque no es causa de este amor la virtud, ni bondad, ni la hermosura del hombre, sino las virtudes de Cristo, y su agradecimiento, y su gracia, y su inefable caridad para con Dios. Esto significan aquellas palabras suyas que dijo el jueves de la Cena: Para que conozca el mundo cuánto yo amo a mi Padre, levantaos y vamos de aquí. ¿Adónde? A morir por los hombres en la cruz.
 
... »No alcanza ningún entendimiento angélico qué tanto arda ese fuego ni hasta dónde llegue su virtud. No es el término hasta donde llegó, la muerte y la cruz; porque si, así como le mandaron padecer una muerte, le mandaran millares de muertes, para todo tenía amor. Y si lo que le mandaron padecer por la salud de todos los hombres le mandaran hacer por cada uno de ellos, así lo hiciera por cada uno como por todos. Y si, como estuvo aquellas tres horas penando en la cruz, fuera menester estar allí hasta el día del juicio, amor había para todo si nos fuera necesario. De manera que mucho más amó que padeció; muy mayor amor le quedaba encerrado en las entrañas de lo que mostró acá defuera en sus llagas.
 
... »¡Oh amor divino, y cuánto mayor eres de lo que pareces! Grande parece por acá defuera; porque tantas heridas y tantas llagas y azotes, sin duda nos predican amor grande; mas no dicen toda la grandeza que tiene, porque mayor es allá dentro de lo que por fuera parece. Centella es ésta que sale de aquel fuego, rama que procede de ese árbol, arroyo que nace de ese piélago de inmenso amor. Esta es la mayor señal que puede haber de amor: poner la vida por sus amigos.
 
... »Esto es lo que les hace salir de sí (a los verdaderos hijos y amigos) y quedar atónitos cuando, recogidos en lo secreto de su corazón, les descubres estos secretos y se los das a sentir. De aquí nace el deshacerse y abrasarse sus entrañas; de aquí el desear los martirios; de aquí el sentir refrigerio en las parrillas y el pasearse sobre las brasas como sobre rosas; de aquí el desear los tormentos como convites, y holgarse de todo lo que el mundo teme, y abrazar lo que el mundo aborrece.
 
... »Pues ¿cómo te pagaré yo, Amador mío, este amor? Esto sólo es digno de recompensación, que la sangre se recompense con sangre... Véame yo con esa sangre teñido y con esa cruz enclavado. ¡Oh cruz, hazme lugar y recibe mi cuerpo y deja el de mi Señor!... Para esto dice tu Apóstol moriste, para enseñorearte de vivos y muertos.
 
... »No solamente la cruz, mas la misma figura que en ella tienes nos llama dulcemente a amor; la cabeza tienes reclinada para oírnos y darnos besos de paz, con la cual convidas a los culpados; los brazos tienes tendidos para abrazarnos, las manos agujereadas para darnos tus bienes, el costado abierto para recibirnos en tus entrañas, los pies clavados para esperarnos y para nunca poder apartarte de nosotros».

Mas para alcanzar el verdadero amor de Jesucristo menester es emplear los medios a ello conducentes. He aquí lo que nos enseña Santo Tomás de Aquino:
 
1 ° Tener continua memoria de los beneficios de Dios, tanto particulares como generales.

2° Considerar la infinita bondad de Dios, que a cada instante nos tiene presentes para colmarnos de favores, y, al mismo tiempo que nos está amando, reclama también en retorno nuestro amor.

3° Evitar con diligencia cuanto le desagradare, aun lo más mínimo.

4° Despegar el corazón de los bienes terrenos: riquezas, honores y placeres de los sentidos.
 
Otro modo muy excelente para alcanzar el perfecto amor de Jesucristo nos lo brinda el P. Taulero, y consiste en meditar en la sagrada pasión.
 
¿Quién podrá negar que la pasión de Jesucristo es la devoción de las devociones, la más útil, más querida de Dios, la que más consuela a los pecadores y la que mejor inflama las almas amantes? Y ¿por dónde nos vienen más gracias que por la pasión de Jesucristo? ¿Dónde se funda nuestra esperanza de perdón, la fortaleza contra las tentaciones y la confianza de alcanzar la salvación? ¿Dónde tienen su fuente tantas sobrenaturales inspiraciones, tantas llamadas amorosas, tantos impulsos a mudar de vida y tantos deseos de darnos a Dios, sino en la pasión de Jesucristo? Sobrada razón tenía, por tanto, el Apóstol cuando lanzaba anatema contra quien no amase a Jesucristo: Si alguno no ama al Señor, sea anatema.
 
Dice San Buenaventura que no hay devoción más apta para santificar el alma que la meditación de la pasión de Jesucristo, por lo que nos aconseja que meditemos a diario en ella si deseamos adelantar en el divino amor. y ya antes dijo San Agustín, según refiere Bernardino de Bustis, que vale más una lágrima derramada en memoria de la pasión que ayunar una semana a pan y agua. De ahí que los santos siempre estuviesen meditando los dolores de Jesucristo. San Francisco de Asís llegó de este modo a ser un serafín. Lo encontró cierto día un caballero gimiendo y gritando, y, preguntada la razón, respondió: «Lloro los dolores e ignominias de mi Señor, y lo que más me hace llorar es que los hombres no se recuerdan de quien tanto padeció por ellos»: Y a continuación redobló las lágrimas, hasta el extremo de que el caballero prorrumpió también en sollozos. Cuando el Santo oía balar a un corderillo o veía cualquier cosa que le renovara la memoria de los padecimientos de Cristo, renovábanse lágrimas y suspiros. En una de sus enfermedades hubo quien le insinuó que si quería le leyesen algún libro devoto, y respondió: «Mi libro es Jesús crucificado», por lo que continuamente exhortaba a sus hermanos que pensaran siempre en la pasión de Jesucristo. Tiépolo escribe: «Quien no se enamora de Dios contemplando a Jesús crucificado, no se enamorará jamás».
 
 
Afectos y súplicas
 
¡Oh Jesucristo!, treinta y tres años pasaste de sudores y fatigas, diste sangre y vida para salvar a los hombres, y, en suma, nada perdonasteis para haceros amar de ellos. ¿Cómo, pues, puede haber hombres que aun no te amen? ¡Ah, Dios mío!, que entre estos ingratos me encuentro yo. Confieso mi ingratitud, Dios mío; ten compasión de mí. Te ofrezco este ingrato corazón ya arrepentido. Sí, me arrepiento sobre todo otro mal, querido Redentor mío, de haberte despreciado. Me arrepiento y te amo con toda mi alma.

Alma mía, ama a un Dios sujeto como reo por ti, a un Dios flagelado como esclavo por ti, a un Dios hecho rey de burlas por ti, a un Dios, finalmente, muerto en cruz como malhechor por ti.

Sí, Salvador y Dios mío, te amo, te amo; recordadme siempre cuanto por mí padeciste, para que nunca me olvide de amarte.
Cordeles que ataron a Jesús, átenme también con El; espinas que coronaron a Jesús, heridme de amor a El; clavos que clavaron a Jesús, clavadme en la cruz con El; para que con El viva y muera.

Jesús mío, yo quiero amarte siempre. Amado Salvador mío; sálvame, estréchame contra vos y no permitas que vuelva jamás a perderte.

¡Oh María, Madre de mi Salvador y refugio de pecadores!, ayuda a este pecador que quiere amar a Dios y a  ti se encomienda: por el amor que le tienes a Dios, ven en mi ayuda.

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