San Alfonso Maria de Ligorio fue un santo Doctor de la Iglesia al que debemos mucho, ya que fue un insigne teólogo moralista y un maestro de vida espiritual para todos, sobre todo para la gente humilde (Benedicto XVI).
... Junto a las obras de teología, san Alfonso compuso muchos escritos, destinados a la formación religiosa del pueblo. Es estilo es simple y agradable. Leídas y traducidas en numerosas lenguas, las obras de san Alfonso han contribuido a plasmarla espiritualidad popular de los últimos dos siglos.
Algunas de estas son
Algunas de estas son
textos que aportan grandes beneficios todavía hoy, como Máximas Eternas, Las Glorias de María, Práctica de amor a Jesucristo, obra -esta última- que representa la síntesis de su pensamiento y de su obra maestra. Insiste mucho en la necesidad de la oración, que permite abrirse a la Gracia divina para cumplir cotidianamente la voluntad de Dios y conseguir la propia santificación. Con respecto a la oración escribe: “Dios no niega a nadie la gracia de la oración, con la que se obtiene la ayuda para vencer toda concupiscencia y toda tentación. Y digo, replico y replicaré siempre, durante toda mi vida, que toda nuestra salvación está en el rezar”. De aquí su famoso axioma: “Quien reza se salva” “Del gran Medio de la Oración y opúsculos afines”. Obras Ascéticas II, Roma 1962, p. 171). ...
San Alfonso María de Ligorio es un ejemplo de pastor celoso, que ha conquistado las almas predicando el Evangelio y administrando los Sacramentos, combinado con un modo de hacer basado en una bondad humilde y suave, que nacía de la intensa relación con Dios, que es la Bondad infinita. Tuvo una visión realista y optimista de los recursos del bien que el Señor da a cada hombre y dio importancia a los afectos y a los sentimientos del corazón, además de la mente, para poder amar a Dios y al prójimo.
Ciclo de catequesis sobre los Doctores de la Iglesia, en la audiencia general celebrada en la Plaza San Pedro. Discurso que el Papa Benedicto XVI.
A continuación publicamos una de sus reflexiones extraídas de " Práctica de amor a Jesucristo"
Capítulo I
Cuanto merece ser amado Jesucristo por el amor que nos mostró en su Pasión.
Toda la santidad y
perfección del alma consiste en amar a Jesucristo, Dios nuestro, sumo Bien y
Salvador. El Padre -dice el propio Jesús- los ama porque ustedes me han amado.
«Algunos -expone San Francisco de Sales- cifran la perfección en la austeridad
de la vida, otros en la oración, quienes en la frecuencia de sacramentos y
quienes en el reparto de limosnas; más todos se engañan, porque la perfección
consiste en amar a Dios de todo corazón». Ya lo decía el Apóstol: Y sobre todas
estas cosas, revestíos de la caridad, que es el vinculo de la perfección. La
caridad es quien une y conserva todas las virtudes que perfeccionan al hombre;
por eso decía San Agustín: «Ama, y haz lo que quieras», porque el mismo amor
enseña al alma enamorada de Dios a no hacer cosa que le desagrade y a hacer
cuanto sea de su agrado.
¿Por ventura no
merece Dios todo nuestro amor? El nos amó desde toda la eternidad. Hombre, dice
el Señor, mira que fui el primero en amarte. Aun no habías nacido, ni siquiera
el mundo había sido creado, y ya te amaba yo. Te amo desde que soy Dios; desde
que me ame a mi, te amé a ti. Razón tenía, pues, la virgen Santa Inés cuando,
al pretenderla por esposa un joven que la amaba y reclamaba su amor, le
respondía: «¡Fuera, amadores de este mundo!; dejad de pretender mi amor, pues
mi Dios fue el primero en amarme, ya que me amó desde toda la eternidad; justo
es, por consiguiente, que a El consagre todos mis afectos y a nadie más que a
El».
Viendo Dios que los
hombres se dejan atraer por los beneficios, quiso, mediante sus dádivas,
cautivarlos a su amor, y prorrumpió: «Con cuerdas humanas los atraía, con lazos
de amor. Quiero obligar a los hombres a amarme con los lazos con que ellos se
dejan atraer, esto es, con los lazos del amor, que no otra cosa son cuantos
beneficios hizo Dios al hombre. Después de haberlo dotado de alma, imagen
perfectísima suya y enriquecida de tres potencias, memoria, entendimiento y
voluntad, y haberle dado un cuerpo hermoseado con los sentidos, creó para él el
cielo y la tierra y cuanto en ellos hay: las estrellas, los planetas, los
mares, los ríos, las fuentes, los montes, los valles, los metales, los frutos y
todas las especies de animales, a fin de que, sirviendo al hombre, amase éste a
Dios en agradecimiento a tantos beneficios. «El cielo, la tierra y todas las
cosas me están diciendo que te ame», decía San Agustín. Señor mío, proseguía,
todo cuanto veo en la tierra y fuera de ella, todo me habla y me exhorta a
amarte, porque todo me dice que Tu lo has creado por mí. El abate Rancé,
fundador de la Trapa, cuando desde su eremitorio se detenía a contemplar las
colinas, las fuentes, los regatillos, las flores, los planetas, los cielos,
sentía que todas estas criaturas le inflamaban en amor a Dios, que por su amor
las había creado.
También Santa María
Magdalena de Pazzi, cuando tenía una hermosa flor, sentíase abrasar en amor
divino y exclamaba: «¿Conque Dios desde toda la eternidad pensó en crear esta
florcita por mí?»; así que la tal florcilla se trocaba para ella en amoroso
dardo que la hería suavemente y unía más con Dios. A su vez, Santa Teresa de
Jesús decía que, mirando los árboles, fuentes, riachuelos, riberas o prados,
oía que le recordaban su ingratitud en amar tan poco al Creador, que las había
creado para ser amado del ella. Cuéntase a este propósito que cierto devoto
solitario, paseando por los campos, hacíasele que hierbezuelas y flores le
salían al paso a echarle en cara su ingratitud para con Dios, por lo que las
acariciaba suavemente con su bastoncito y les decía: «Callad, callad; me
llamáis ingrato y me decís que Dios os creó por amor mío y que no le amo; ya os
entiendo; callad, callad y no me echéis más en cara mi ingratitud».
Más no se contentó
Dios con darnos estas hermosas criaturas, sino que, para granjearse todo
nuestro amor, llegó a darse por completo a sí mismo: Porque así amó Dios al
mundo, que entregó a su Hijo Unico. Viéndonos el Eterno Padre muertos por el
pecado y privados de su gracia, ¿qué hizo? Por el inmenso amor que nos tenía,
o, como dice el Apóstol, por su excesivo amor, mandó a su amadísimo Hijo a
satisfacer por nosotros y devolvernos así la vida que el pecado nos había
arrebatado. Y, dándonos al Hijo -no perdonando al Hijo para perdonarnos a
nosotros-, junto con el Hijo nos dio toda suerte de bienes, su gracia, su amor
y el paraíso, porque todos estos bienes son ciertamente de más ínfimo precio
que su Hijo.
Movido, además, el
Hijo por el amor que nos tenía, se nos entregó completamente. Y, para
redimirnos de la muerte eterna y devolvernos la gracia divina y el paraíso
perdido, se hizo hombre y se vistió de carne como nosotros. Y vimos a la
majestad infinita como anonadada. El Señor del universo se humilló hasta tomar
forma de esclavo y se sujetó a todas las miserias que el resto de los hombres
padecen.
Pero lo que hace
más caer en el pasmo es que, habiéndonos podido salvar sin padecer ni morir,
eligió vida trabajosa y humillada y muerte amarga e ignominiosa, hasta morir en
la cruz, patíbulo infame reservado a los malhechores. Y ¿por qué, pudiéndonos
redimir sin padecer, quiso abrazarse con muerte de cruz? Para demostrarnos el
amor que nos tenía. Nos amó, y porque nos amó se entregó en manos de los
dolores, ignominias y muerte la más amarga que jamás hombre alguno padeció
sobre la tierra.
Razón tenía el gran
amador de Jesucristo, San Pablo, al afirmar: El amor de Cristo nos apremia, que
equivalía a decir que le obligaba y como forzaba más a amar a Jesucristo, no
tanto lo que por él había padecido, cuando el amor con que lo había sufrido.
Oigamos cómo discurre San Francisco de Sales acerca del citado texto: «Saber
que Jesucristo, verdadero eterno Dios y omnipotente, nos ha amado hasta querer
sufrir por nosotros muerte de cruz, ¿no es sentir como prensados nuestros
corazones y apretados fuertemente, para exprimir de ellos el amor con una
violencia que cuanto es más fuerte, es tanto más deleitosa?» Y prosigue: «Por
qué no nos abrazamos en espíritu a El, para acompañarle en la muerte de cruz,
ya que en ella quiso morir por nuestro amor?... Un mismo fuego consumirá al
Creador y a su miserable criatura; mi Jesús es todo mío y yo todo suyo. Viviré
y moriré sobre su pecho, y ni la muerte ni la vida serán poderosas para
separarme de El. ¡Oh amor eterno!, mi alma os busca y os elige para siempre.
Venid, Espíritu Santo, e inflamad nuestros corazones en vuestro amor. ¡O amar o
morir! ¡Morir y amar! ¡Morir a todo otro amor para vivir en el de Jesús y así
no morir eternamente, y viviendo en vuestro amor eterno, ¡Oh Salvador de las
almas!, cantaremos eternamente: ¡Viva Jesús! ¡Yo amo a Jesús! ¡Viva Jesús, a
quien amo! ¡Yo amo a Jesús! que vive y reina por los siglos de los siglos!
Amén».
Tanto era el amor
que Jesucristo tenía a los hombres, que le hacía anhelar la hora de la muerte
para demostrarles su afecto, por lo que repetía: Con bautismo tengo que ser
bautizado, y ¡que angustias las mías hasta que se cumpla! Tengo de ser
bautizado con mi propia sangre, y ¡cómo me aprieta el deseo de que suene pronto
la hora de la pasión, para que comprenda el hombre el amor que le profeso! De
ahí que San Juan, hablando de la noche en que Jesucristo comenzó su pasión,
escribiera: Sabiendo Jesús que era llegada su hora de pasar de este mundo al
Padre, como hubiese amado a los suyos..., los amó hasta el extremo. El Redentor
llamaba aquella hora la suya, porque el tiempo de su muerte era su tiempo
deseado, pues entonces quería dar a los hombres la postrer prueba de su amor,
muriendo por ellos en una cruz, acabado de dolores.
Mas ¿quién fue tan
poderoso que movió a Dios a morir ajusticiado en un patíbulo, en medio de los
malhechores, con tanto desdoro de su divina majestad? ¿Quién hizo esto?,
pregunta San Bernardo, y se responde: Lo hizo el amor, que no entiende de
puntos de honra. ¡Ah!, que cuando el amor quiere darse a conocer, no hace
cuenta con lo que hace a la dignidad del amante, sino que busca el modo de
darse a conocer a la persona amada. Sobrada razón tenía, por lo tanto, San
Francisco de Paula al exclamar ante un crucifijo: «¡Oh caridad, oh caridad, oh
caridad!» De igual modo, todos nosotros, mirando a Jesús crucifijado,
debiéramos decir: ¡Oh amor, oh amor, oh amor!
Si no nos lo
asegurara la fe, ¿quién hubiera jamás creído que un Dios omnipotente,
felicísimo y señor de todo cuanto existe, llegara a amar de tal modo al hombre
que se diría había salido como fuera de sí? «Vimos a la misma Sabiduría -dice
San Lorenzo Justiniano-, es decir, al Verbo eterno, como enloquecido por el
mucho amor que profesa a los hombres». Igual decía Santa María Magdalena de
Pazzi cuando, en un transporte extático, tomó una cruz y andaba gritando: «Sí,
Jesús mío, eres loco de amor. Lo digo y lo repetiré siempre: Eres loco de amor,
Jesús mío». Pero no, dice San Dionisio Areopagita, no es locura, sino efecto
natural del divino amor, que hace al amante salir de sí para darse
completamente al objeto amado, «que éste es el éxtasis que causa el amor divino».
San Buenaventura |
El Beato Juan de
Ávila estaba tan enamorado de Jesucristo, que en todos sus sermones no dejaba
de predicar del amor que nos profesó, y en un tratado suyo sobre el amor de
este amantísimo Redentor a los hombres, se expresa con tan encendidos afectos,
que, por serlo tanto, prefiero transcribirlos. Dice así: «¡Oh amor divino, que
saliste de Dios, y bajaste al hombre, y tornaste a Dios! Porque no amaste al
hombre por el hombre, sino por Dios; y en tanta manera lo amaste, que quien
considera este amor no se puede esconder de tu amor, porque haces fuerza a los
corazones, como dice tu Apóstol: La caridad de Cristo nos hace fuerza... Esta
es la fuente y origen del amor de Cristo para con los hombres, si hay alguno
que lo quiera saber. Porque no es causa de este amor la virtud, ni bondad, ni
la hermosura del hombre, sino las virtudes de Cristo, y su agradecimiento, y su
gracia, y su inefable caridad para con Dios. Esto significan aquellas palabras
suyas que dijo el jueves de la Cena: Para que conozca el mundo cuánto yo amo a mi
Padre, levantaos y vamos de aquí. ¿Adónde? A morir por los hombres en la cruz.
... »No alcanza
ningún entendimiento angélico qué tanto arda ese fuego ni hasta dónde llegue su
virtud. No es el término hasta donde llegó, la muerte y la cruz; porque si, así
como le mandaron padecer una muerte, le mandaran millares de muertes, para todo
tenía amor. Y si lo que le mandaron padecer por la salud de todos los hombres
le mandaran hacer por cada uno de ellos, así lo hiciera por cada uno como por
todos. Y si, como estuvo aquellas tres horas penando en la cruz, fuera menester
estar allí hasta el día del juicio, amor había para todo si nos fuera
necesario. De manera que mucho más amó que padeció; muy mayor amor le quedaba
encerrado en las entrañas de lo que mostró acá defuera en sus llagas.
... »¡Oh amor
divino, y cuánto mayor eres de lo que pareces! Grande parece por acá defuera;
porque tantas heridas y tantas llagas y azotes, sin duda nos predican amor
grande; mas no dicen toda la grandeza que tiene, porque mayor es allá dentro de
lo que por fuera parece. Centella es ésta que sale de aquel fuego, rama que
procede de ese árbol, arroyo que nace de ese piélago de inmenso amor. Esta es
la mayor señal que puede haber de amor: poner la vida por sus amigos.
... »Esto es lo que
les hace salir de sí (a los verdaderos hijos y amigos) y quedar atónitos
cuando, recogidos en lo secreto de su corazón, les descubres estos secretos y
se los das a sentir. De aquí nace el deshacerse y abrasarse sus entrañas; de
aquí el desear los martirios; de aquí el sentir refrigerio en las parrillas y
el pasearse sobre las brasas como sobre rosas; de aquí el desear los tormentos
como convites, y holgarse de todo lo que el mundo teme, y abrazar lo que el
mundo aborrece.
... »Pues ¿cómo te
pagaré yo, Amador mío, este amor? Esto sólo es digno de recompensación, que la
sangre se recompense con sangre... Véame yo con esa sangre teñido y con esa
cruz enclavado. ¡Oh cruz, hazme lugar y recibe mi cuerpo y deja el de mi
Señor!... Para esto dice tu Apóstol moriste, para enseñorearte de vivos y
muertos.
... »No solamente
la cruz, mas la misma figura que en ella tienes nos llama dulcemente a amor; la
cabeza tienes reclinada para oírnos y darnos besos de paz, con la cual convidas
a los culpados; los brazos tienes tendidos para abrazarnos, las manos
agujereadas para darnos tus bienes, el costado abierto para recibirnos en tus
entrañas, los pies clavados para esperarnos y para nunca poder apartarte de
nosotros».
Mas para alcanzar
el verdadero amor de Jesucristo menester es emplear los medios a ello
conducentes. He aquí lo que nos enseña Santo Tomás de Aquino:
1 ° Tener continua
memoria de los beneficios de Dios, tanto particulares como generales.
2° Considerar la
infinita bondad de Dios, que a cada instante nos tiene presentes para colmarnos
de favores, y, al mismo tiempo que nos está amando, reclama también en retorno
nuestro amor.
3° Evitar con
diligencia cuanto le desagradare, aun lo más mínimo.
4° Despegar el
corazón de los bienes terrenos: riquezas, honores y placeres de los sentidos.
Otro modo muy
excelente para alcanzar el perfecto amor de Jesucristo nos lo brinda el P.
Taulero, y consiste en meditar en la sagrada pasión.
¿Quién podrá negar
que la pasión de Jesucristo es la devoción de las devociones, la más útil, más
querida de Dios, la que más consuela a los pecadores y la que mejor inflama las
almas amantes? Y ¿por dónde nos vienen más gracias que por la pasión de
Jesucristo? ¿Dónde se funda nuestra esperanza de perdón, la fortaleza contra
las tentaciones y la confianza de alcanzar la salvación? ¿Dónde tienen su
fuente tantas sobrenaturales inspiraciones, tantas llamadas amorosas, tantos
impulsos a mudar de vida y tantos deseos de darnos a Dios, sino en la pasión de
Jesucristo? Sobrada razón tenía, por tanto, el Apóstol cuando lanzaba anatema
contra quien no amase a Jesucristo: Si alguno no ama al Señor, sea anatema.
Dice San
Buenaventura que no hay devoción más apta para santificar el alma que la
meditación de la pasión de Jesucristo, por lo que nos aconseja que meditemos a
diario en ella si deseamos adelantar en el divino amor. y ya antes dijo San
Agustín, según refiere Bernardino de Bustis, que vale más una lágrima derramada
en memoria de la pasión que ayunar una semana a pan y agua. De ahí que los
santos siempre estuviesen meditando los dolores de Jesucristo. San Francisco de
Asís llegó de este modo a ser un serafín. Lo encontró cierto día un caballero
gimiendo y gritando, y, preguntada la razón, respondió: «Lloro los dolores e
ignominias de mi Señor, y lo que más me hace llorar es que los hombres no se
recuerdan de quien tanto padeció por ellos»: Y a continuación redobló las
lágrimas, hasta el extremo de que el caballero prorrumpió también en sollozos.
Cuando el Santo oía balar a un corderillo o veía cualquier cosa que le renovara
la memoria de los padecimientos de Cristo, renovábanse lágrimas y suspiros. En
una de sus enfermedades hubo quien le insinuó que si quería le leyesen algún
libro devoto, y respondió: «Mi libro es Jesús crucificado», por lo que
continuamente exhortaba a sus hermanos que pensaran siempre en la pasión de
Jesucristo. Tiépolo escribe: «Quien no se enamora de Dios contemplando a Jesús
crucificado, no se enamorará jamás».
Afectos y
súplicas
¡Oh Jesucristo!,
treinta y tres años pasaste de sudores y fatigas, diste sangre y vida para
salvar a los hombres, y, en suma, nada perdonasteis para haceros amar de ellos.
¿Cómo, pues, puede haber hombres que aun no te amen? ¡Ah, Dios mío!, que entre
estos ingratos me encuentro yo. Confieso mi ingratitud, Dios mío; ten compasión
de mí. Te ofrezco este ingrato corazón ya arrepentido. Sí, me arrepiento sobre
todo otro mal, querido Redentor mío, de haberte despreciado. Me arrepiento y te
amo con toda mi alma.
Alma mía, ama a un
Dios sujeto como reo por ti, a un Dios flagelado como esclavo por ti, a un Dios
hecho rey de burlas por ti, a un Dios, finalmente, muerto en cruz como
malhechor por ti.
Sí, Salvador y Dios
mío, te amo, te amo; recordadme siempre cuanto por mí padeciste, para que nunca
me olvide de amarte.
Cordeles que ataron
a Jesús, átenme también con El; espinas que coronaron a Jesús, heridme de amor
a El; clavos que clavaron a Jesús, clavadme en la cruz con El; para que con El
viva y muera.
Jesús mío, yo
quiero amarte siempre. Amado Salvador mío; sálvame, estréchame contra vos y no
permitas que vuelva jamás a perderte.
¡Oh María, Madre de mi Salvador y refugio de
pecadores!, ayuda a este pecador que quiere amar a Dios y a ti se
encomienda: por el amor que le tienes a Dios, ven en mi ayuda.
No hay comentarios:
Publicar un comentario