Mensaje de monseñor Héctor Aguer, arzobispo de La Plata para la Cuaresma.
Los católicos hemos iniciado el ejercicio anual de la Cuaresma. Con toda propiedad lo llamo ejercicio, ya que se trata de un adiestramiento espiritual para celebrar próximamente la Pascua no como un mero recuerdo del hecho histórico de la muerte y la resurrección de Cristo, sino como un misterio, cuya eficacia salvífica nos alcanza y puede transformar nuestra vida.
Historia y metahistoria se conjugan en la liturgia pascual de la Iglesia; en el aleluya que la comunidad cristiana se apresta a cantar confluye y se expresa la totalidad del tiempo: presente, pasado y futuro.
Desde mitad del siglo II comenzó a desarrollarse un período de preparación penitencial para la Pascua señalado singularmente por la práctica del ayuno. Desde fines del siglo IV la Cuaresma se estructura como una estación anual de cuarenta días, asumiendo así el simbolismo bíblico del número cuarenta, que evoca los días del diluvio, los de Moisés en el Sinaí, la peregrinación del profeta Elías hacia esa misma montaña sagrada, la marcha del pueblo de Israel a través del desierto rumbo a la tierra prometida, el ayuno y la oración de Jesús, prólogo de su entrega al anuncio del Reino de Dios, que se hacía presente en su persona, su palabra y sus milagros como cumplimiento pleno de la historia de la salvación. En la Cuaresma de aquellos primeros siglos se realizaba la preparación inmediata de los catecúmenos al bautismo y de los penitentes para recibir el perdón de sus pecados y la reconciliación.
La inspiración que marcó los orígenes del período cuaresmal continúa vigente y nos orienta espiritualmente en estos días. El tiempo que transcurre a partir del Miércoles de Ceniza (fue el pasado 5 de marzo) y que penetra en la Semana Santa (hasta el inicio del Triduo Pascual, el Jueves por la tarde de esa Semana mayor) no se reduce a un conjunto de prácticas ascéticas, que el ritmo de la vida moderna obliga a reformular. Es una propuesta para comprender cada vez mejor qué significa ser cristiano, para abrir el corazón a Dios, quien da sentido y eficacia a la revisión que podamos hacer de nuestra propia vida, a las decisiones de cambio y a la aplicación de instrumentos de purificación. En este sentido, se puede considerar a la Cuaresma un sacramento; como se canta en uno de los prefacios de estos días, es Dios el que “refrena nuestras pasiones, eleva nuestro espíritu y nos da fuerza y recompensa”. La referencia original al bautismo y a la reconciliación se manifiesta también hoy como reconocimiento de la gravedad del pecado en cuanto ofensa de Dios –con sus consecuencias comunitarias, sociales-, en la búsqueda de una experiencia de conversión, de cambio personal, de una nueva orientación de la existencia que se funde en la verdad y el amor y se ejercite en la comunicación orante con Dios y en la entrega solidaria a los pobres, a los que sufren cualquier tipo de indigencia. Este último aspecto lo ha expresado el Papa Francisco, citando a Juan Pablo II, en los siguientes términos: “la conversión cristiana exige revisar especialmente todo lo que pertenece al orden social y a la obtención del bien común”. Se refería a la enseñanza de la Iglesia sobre cuestiones sociales: los grandes principios no pueden quedar en el plano de generalidades que no interpelan a nadie; es preciso ser concretos y señalar sus consecuencias prácticas para que incidan eficazmente en las complejas situaciones actuales (cf. Evangelii gaudium, 182). Análogamente digamos que la Cuaresma cristiana puede proyectarse y vivirse como una Cuaresma argentina.
En la Argentina de este 2014 –aunque los síntomas vienen agravándose desde hace varios años- los problemas económicos y sociales crean un estado generalizado de malhumor, de justificado disgusto que lleva a una legítima protesta, pero también suscitan y profundizan la división y la confrontación. Se pierden de vista la dimensión comunitaria, y más allá del propio sector, el destino común de una sociedad, de una nación. Quienes prosperan ampliamente en las condiciones actuales, que están muy lejos de ser una mayoría, y aún quienes logran zafar de la estrechez cada vez más amenazante y extendida, no pueden ni deben dejar de reconocer con dolor la penuria que afecta a tantos compatriotas, en especial a los más desprotegidos, que resultan víctimas permanentes de las crisis reiteradas. La solidaridad tiene su fundamento en la relacionalidad constitutiva de la condición humana, y a pesar de tantas divisiones y heridas históricas, de la misma condición argentina. Hay defectos crónicos que desgraciadamente afectan a la identidad nacional, a los gobernantes que se turnan por ciclos, a los políticos, a los dirigentes sociales y al pueblo todo; deberíamos reconocer humildemente esas deficiencias culpables con un sincero ánimo de corrección aplicado en primer lugar a uno mismo antes que al vecino. Me arriesgo a pensar que el egoísmo y la codicia suelen cegar más intensamente a quienes se encuentran en posición más aventajada, sobre todo si son “parvenus”, recién llegados a la prosperidad. La soberbia impide reconocer los errores, aun cuando éstos salten a la vista. La inclinación ancestral a una ideologización maniática de los problemas, y a la discordia, frustra la posibilidad de acordar unas pocas decisiones fundamentales que por lo menos aliviarían las innegables penurias que sufre tanta gente. ¿Cómo es posible que no se coincida en algunas líneas reales que permitan encaminar y potenciar la enorme riqueza de un país artificial y culpablemente empobrecido? Nuestra desgracia no es responsabilidad exclusiva de una confabulación internacional para perjudicarnos. ¿Por qué no se advierte la peligrosa brecha que se abre en la sociedad argentina con la decadencia de la cultura popular? Estas y tantas otras cuestiones debemos plantearnos los cristianos como ejercicio cuaresmal; para reaccionar condignamente, es obvio, ofreciendo cuanto esté a nuestro alcance, con una generosidad sin retaceos, para esbozar un intento serio de mejorar las cosas. Estoy seguro de que muchos lectores que no comparten nuestra fe pueden sin embargo advertir la posibilidad de vivir una especie de “cuaresma secular” que encamine a la sociedad argentina hacia una resurrección. Es probable que ellos mismos se estén planteando aquellos interrogantes y experimenten la angustiosa sensación de que es preciso darles respuesta y pasar a la acción de un modo reflexivo, sensato y coordinado.
No ha sido mi propósito cargar las tintas en la somera descripción de nuestros males. Además, conozco claramente que hay entre nosotros, en todos los sectores y ámbitos, gente prudente y noble que pone lo mejor de su parte en favor del bien común, y que hace mucho bien. La Cuaresma lleva siempre a la Pascua; como escribió el apóstol Pablo: “padecemos juntamente con Cristo para ser también glorificados con él” (Rom. 8, 17). Por eso no perdemos la esperanza. Me refiero a la esperanza verdadera, que nos religa confiadamente a Dios pero a la vez nos lanza a la acción. Todo lo contrario del conformismo y de las ilusiones con las que tantas veces nos engañamos.
Mons. Héctor Aguer,arzobispo de La Plata
Fuente: AICA
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